El retorno del presidente

La convocatoria anticipada de las elecciones al Parlamento de Cataluña para el 12 de mayo, decidida por el presidente Pere Aragonès, tiene una clave evidente: intentar impedir la concurrencia, como cabeza de cartel de JxCat, de Carles Puigdemont. Los estrechos márgenes de tiempo que deja el calendario electoral en relación con la aprobación y entrada en vigor de la futura ley de Amnistía dificultan, objetivamente, que el eurodiputado residente en Waterloo pueda postularse como candidato a la presidencia de la Generalitat.

Es obvio que, tarde o temprano, Carles Puigdemont volverá a Cataluña por voluntad propia. Como tiene que ser. Pero la cuestión es cuándo y cómo. Nadie, salvo JxCat, quiere que el ex-presidente llegue en loor de multitudes a Barcelona, con una masa enardecida de independentistas acompañándolo como un héroe hasta la plaza de Sant Jaume. En esto coinciden el PSOE y el PP, Vox y la CUP, ERC y los Comunes, Fomento de Trabajo y los sindicatos CC.OO. y UGT, La Zarzuela y la Conferencia Episcopal.

Que Carles Puigdemont vuelva, sí, en aplicación de la ley de Amnistía y para enterrar todos los disparates de la década pasada. Pero de manera discreta y sin jugar a ser el “salvador de la patria”. Al fin y al cabo: ¿de qué han servido los seis años y medio que ha pasado en Bélgica, con la excusa de internacionalizar el “conflicto catalán”? En resumidas cuentas, para poner al descubierto que el anhelo de independencia de una parte de la población de Cataluña fue instrumentalizado por Vladimir Putin en su objetivo de sabotear y debilitar el proceso de construcción europea.

He aquí la gran contribución a la causa catalana de Carles Puigdemont, que, de manera absolutamente irresponsable e inconsciente, se dejó masajear y abducir por los medios de comunicación rusos controlados por el Kremlin. Sus entrevistas en los canales Russia Today, Sputnik Rossiya 24 y en el diario Komsomolskaia Pravda pasarán a la historia de la infamia y tendrían que ser de obligada visión y lectura para comprender la dimensión surrealista del expresidente.

Toda la densa y a menudo épica historia del catalanismo político de los siglos XIX y XX -desde Valentí Almirall hasta Lluís Companys, pasando por Enric Prat de la Riba, Josep Puig i Cadafalch, Francesc Cambó, Francesc Macià…-ha quedado manchada y tocada de muerte por las extravagancias de Carles Puigdemont en sus tratos con los emisarios de Vladimir Putin. Esta es la imagen de Cataluña que ha quedado clavada en el imaginario mundial después de los traumáticos sucesos que hemos vivido y hemos sufrido en los últimos diez años: un territorio acomodado y profundamente insolidario, donde las élites xenófobas se dejaron engatusar por el odio belicista antieuropeo del Kremlin con el objetivo de pagar menos impuestos y continuar manteniendo sus privilegios fuera de todo control.

En sus disparatados delirios de grandeza, Carles Puigdemont sueña con un retorno triunfal a Cataluña como el que protagonizó, el otoño del 1977, el presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas. Comparar uno y otro es un insulto a la inteligencia.

Josep Tarradellas, ex-consejero de la Generalitat republicana, tuvo que marchar al exilio por la victoria del fascismo en la Guerra Civil española. Si se hubiera quedado, los franquistas lo habrían fusilado. Vivió en unas condiciones muy precarias en Francia, donde siempre mantuvo, con una insobornable dignidad, el cargo de presidente de Cataluña. Cuando regresó, después de la muerte del dictador, supo crear un gobierno de unidad que volvió a poner en marcha la administración de la Generalitat, con unos estrictos criterios de rigor y de austeridad. Una vez aprobado el Estatuto de Autonomía y celebradas las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña, en 1980, se retiró a su casa.

Carles Puigdemont marchó a escondidas a Bélgica, después de la aprobación de la falsa DUI y sin tener ni el gesto simbólico de valentía de arriar la bandera española del Palau de la Generalitat. Dejó en la estacada a sus compañeros del Gobierno, que se habían conjurado para quedarse en Cataluña para hacer frente a la aplicación del artículo 155 de la Constitución. En la localidad valona de Waterloo, alquiló un espléndido chalé en el barrio residencial del golf, con todas las comodidades. Se hizo elegir eurodiputado para garantizarse la inmunidad y cobrar un sueldo de postín. Hizo que su mujer, Marcela Topor, cobre una escandalosa retribución de 6.000 euros mensuales para hacer un programa semanal en lengua inglesa en la TV de la Diputación de Barcelona.

Josep Tarradellas promovió la unidad y la armonía entre los catalanes, después de la Guerra Civil y la dictadura. Carles Puigdemont, a pesar de que resultará beneficiado por la amnistía, continúa con el “mantra” de la independencia unilateral y de profundizar la división y la confrontación entre los catalanes y contra los españoles.

El legado político y humanístico de Josep Tarradellas no cayó en saco roto. Su hombre de la máxima confianza fue Romà Planas, que también vivió en el exilio en Francia y lo acompañó en su retorno a Cataluña. Romà Planas era el hijo del alcalde republicano de la Roca del Vallès y él mismo fue elegido para ocupar este cargo en 1995, muy poco antes de morir. En la Roca del Vallès, Romà Planas descubrió a un jovencísimo Salvador Illa, que le sucedió en la alcaldía de la localidad y que ahora se postula para ser el próximo presidente de la Generalitat.

Hay un hilo histórico que entronca el catalanismo progresista, abierto y pragmático de Josep Tarradellas con Salvador Illa. Desde 1980 hasta 2024, Cataluña se ha perdido por vericuetos -las presidencias de Jordi Pujol, Pasqual Maragall, José Montilla, Artur Mas, Carles Puigdemont, Quim Torra y Pere Aragonès- que han desembocado en la aventura secesionista y nos han acabado llevando al desierto y al desprestigio internacional. Josep Tarradellas nunca lo hubiera hecho.

El retorno presidencial que nos hace falta no es el de Carles Puigdemont. Es el de Salvador Illa, el heredero político de Josep Tarradellas, para retomar el camino que perdimos en 1980 y que este próximo 12 de mayo podemos y debemos recuperar.

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