Víctor Font se vuelve a quedar corto y pequeño ante la megalomanía de Laporta

Aunque describe y prevé impecablemente el apocalipsis y el colapso institucional, económico y deportivo no se compromete activar ninguna solución ni contramedidas que lo puedan evitar a corto ni medio plazo

Víctor Font

Joan Laporta y Víctor Font han demostrado estar, básicamente, de acuerdo en dos de los aspectos clave en cuanto a la forma y al fondo de gobernar el FC Barcelona, ambos se muestran rotundos a la hora de conservar el modelo de propiedad de los socios, sin dar entrada a inversores con derecho a silla en un futuro consejo de administración, y ambos coinciden de alguna manera en que Xavi no es el principal culpable del retroceso del equipo en esta temporada, clave para el retorno azulgrana a la primera línea de las grandes competiciones. Se podría decir que prácticamente siguen jugando en el mismo equipo porque si Xavi fue la gran apuesta electoral de Font, nadie puede discutir, para lo bueno y para lo malo, que Laporta no la ha hecho suya, en buena parte para desarmarlo como oposición cuando se vio en la necesidad de relevar a Koeman y asumir una política deportiva propia y no basada en lo único que sabe hacer el actual presidente: mostrarse lacrimógeno y acusador con el pasado, quejarse permanentemente de la herencia, usarla como excusa para todo y exhibir, hasta el ridículo, su absoluta incapacidad para la gestión.

El ejemplo de Xavi resulta paradigmático, pues casi tres años después, aun habiendo admitido que, si por el fuera, ya lo habría destituido, nadie sabe, ni siquiera los suyos, por quién lo sustituiría. En realidad, Laporta no sabe cómo afrontar la evidente necesidad de un relevo en el banquillo, sólo se deja llevar por los acontecimientos como ha hecho hasta ahora, convencido de que la figura del entrenador no es ni será tan capital en lo que tenga que pasar.

Font, lo mismo que el resto de los analistas suyos, asesores y el propio entorno azulgrana, no acaban de entender la peligrosa evolución de un presidente que considera el Barça como algo propio, no solo porque de algún modo ya lleva años viviendo a costa del club -ese sólo sería un mal menor-, sino porque, en su avanzada y delirante megalomanía, Laporta ya ha empezado a confundir una cosa con la otra, la presidencia con la propiedad y el personaje con la propia institución.

Es el mismo proceso que en su día abocó a Johan Cruyff a un final atormentado, el de creerse que el equipo ganaba gracias al entrenador y no a los jugadores, que él podía seguir coleccionando títulos con Escaich, Prosinecki, José Mari, Korneiev y Cembranos lo mismo que con Zubizarreta, Laudrup, Bakero, Stoichkov, Koeman, Guardiola y Romario. Una especie de síndrome de dios que también le afectó a Guardiola en su recta final como entrenador del Barça, apostando en alineaciones de partidos comprometidos por jugadores como Tello o Cuenca. El primer indicio fue empeñarse en echar a Eto’o para traer a Ibrahimovic.

A Laporta le parece secundario, y puede que pronto prescindible, quién se sienta en el banquillo coyunturalmente estando él al frente del timón de la nave, una sensación que sin duda puede traducirse en esa solución imaginativa para el banquillo, consistente en sentar allí a alguien que se deje aconsejar y dirigir por el presidente a través de Deco, ese director de fútbol que cuando se sincera ante un periodista de confianza y, hablando también por boca del presidente, asume que el ADN, el estilo propio y las tonterías del discurso de Xavi no conducen a ninguna parte.

A Laporta, en definitiva, el puesto de entrenador le parece, desde hace tiempo, otro de esos cargos que interna y externamente le causan más problemas y disgustos que alegrías, por eso ha ido eliminando con el paso del tiempo todas las complicaciones asociadas a figuras como Jaume Giró en su día, a Ferran Reverter, a los directores del Espai Barça, a Mateu Alemany y Jordi Cruyff y a todos y cada uno de los responsables de área con un cierto perfil, talento y protagonismo.

Es lo que tiene el autoritarismo, que sólo funciona a base de la lealtad ciega, la disciplina militar y el sacrifico kamikaze de los mediocres.

El Barça ya tiene, desde hace tiempo, su propio Putin al frente de un club que camina indefectiblemente hacia borde del acantilado. Por eso Víctor Font, que hace una lectura correcta del cataclismo económico, financiero, patrimonial y social, no parece dar en el clavo a la hora de justificar y defender la figura de Xavi -por cierto, irritantemente torpe e incapaz de gestionar a su favor hasta una victoria en la Liga como la de Vigo- ni de asumir un papel verdaderamente clave y necesario en esta coyuntura.

Font ha reducido a una carta pública intrascendente y a una entrevista pactada, limitada y a medida en RAC1 su calculada y fría reaparición con la excusa de que se van a cumplir tres años transcurridos desde las elecciones del 7 de marzo de 2021. Ese punto de partida -o excusa, porque en realidad aún faltan varias semanas para ese aniversario- parece responder más a la necesidad de dar un mensaje de advertencia al otro barcelonismo que se mueve electoralmente de cara a 2026 (Evarist Murtra, Joan Camprubí, Xavier Faus… etc.) que de actuar responsablemente y en serio contra la acelerada degradación institucional a manos del nuevo rey sol del barcelonismo.

En el resto de las cuestiones de la actualidad, Víctor Font ha saltado tímidamente al ruedo con un discurso encorsetado y, en el fondo, mucho menos agresivo de lo que pueda aparentar, pues tampoco le ha podido dar demasiado sentido ni orientación a esta repentina necesidad de posicionarse de forma pública cuando lo que puede necesitar el club, más pronto que tarde, es un acto firme de oposición y freno al caciquismo y al desgobierno laportista.

Font retrata acertadamente ese panorama, pero se frena en seco un milímetro antes de razonar que, si «estamos mucho peor» que hace tres años y que pronto no habrá margen pare revertir el mayor desastre de la historia del Barça, no queda otro remedio que impulsar o liderar una solución desde el otro lado, el contrario al poder, la misma que él mismo juzgó necesaria cuando ese límite afectó a la presidencia de Josep Maria Bartomeu.

Font lamenta que el plan de choque económico, sobre todo en el control del gasto, haya llegado al tercer año de gobierno de Laporta y, en cambio, hizo lo imposible para que Bartomeu no pudiera aplicarlo en la temporada 2020-21 con una reducción unilateral del 20% de la nómina de los jugadores, unos 150 millones, y una palanca de 100 millones para hacer frente al impacto de la covid. Aunque habrían sido medidas más que suficientes para hacer frente a aquella situación, la oposición liderada entonces por el propio Víctor Font prefirió priorizar la ventaja estratégica que representaba desde el punto de vista electoral antes que actuar a favor de los intereses del Barça.

Ahora, Víctor Font puede volver a errar el tiro, pues al final de ese accidentado proceso las elecciones sólo se avanzaron dos semanas gracias al voto de censura y Laporta, con su esprint final, le acabó ganando ampliamente las elecciones. Ante una amenaza peor que una pandemia como lo es Laporta para la estructura económica azulgrana, su principal y más legitimado opositor se ha limitado a una descripción de la tragedia, impecable, y de nuevo a retirarse a sus cuarteles de invierno amenazando, eso sí, con volver a presentarse a las elecciones.

Laporta está tan poco preocupado que, para responderle, cosa que hizo anticipadamente, lo hizo por boca de la vicepresidenta Elena Fort. Otro vector inútil, vacuo e intrascendente. Ruido para nada.

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