Del oasis, a la cloaca, al desierto y al abismo

El nacionalismo, políticamente hegemónico desde el año 1980 en Cataluña, nos ha llevado a la debacle actual. No es una cuestión de siglas -CDC, UDC, PDECatJxCat, ERC, CUP…- es una cuestión de concepto, de mentalidad y, sobre todo, de una manera de hacer y de gobernar.

El ideal de una Cataluña “libre, rica y próspera”, segregada de España y de la península Ibérica, ha marcado a las generaciones de catalanes que han nacido y vivido en esta tierra después de la muerte de Franco. Pero este ideal se ha basado sobre un gravísimo error: obviar que la realidad social es compleja y que hay una parte muy importante de la población que no tiene raíces catalanas y que también tiene derecho a expresarse en su lengua y a vivir su cultura con normalidad y plenitud.

La Generalitat, restablecida gracias a la tenacidad del presidente en el exilio, Josep Tarradellas, no ha sido percibida como la institución de “todos”, sino de solo una parte y esta falta de identificación ha entorpecido el proceso de integración. Hoy, más que nunca, hay que ratificar y defender que los 8 millones de habitantes de Cataluña, vengamos de donde vengamos, hablemos como hablemos, somos un solo pueblo, con los mismos derechos y los mismos deberes.

El nacionalismo catalán, además de su vertiente excluyente, ha cometido dos otros errores de gran calibre: caer en la lacra de la corrupción y, lo que es peor, intentar justificarla; y poner en marcha el delirante proceso independentista para intentar tapar el lado más oscuro y más sucio de su gestión. De este modo, hemos pasado del supuesto “oasis” pujolista -donde la “omertà mafiosa tapaba todas las críticas- al estallido de las cloacas y al actual desierto, en el cual estamos perdidos y desorientados.

Para más inri, hemos perdido la empatía y la complicidad de los vecinos. El estropicio del 1-O no solo ha fracturado, todavía más, la sociedad catalana. Ha provocado una reacción de rechazo en la Cataluña Norte, en las Islas Baleares, en la Comunidad Valenciana y en Aragón, donde las últimas elecciones han instaurado gobiernos de derecha y de extrema-derecha, muy refractarios a la colaboración con la Generalitat y con todo aquello que tenga relación con el nacionalismo catalán.

La incapacidad y la impotencia para hacer frente a la sequía; el devastador informe PISA sobre la educación y los reiterados y brutales episodios de inseguridad ciudadana que sufrimos marcan el punto más bajo de Cataluña desde la recuperación de la democracia. Este desbarajuste coincide con un Gobierno, el de Pere Aragonès, que solo tiene 33 diputados en el Parlamento.

Jordi Pujol, el “padre padrone del nacionalismo contemporáneo, tiene que ver cómo otra de sus obras -a la cual dedicó mucho dinero y esfuerzos-, la Gran Enciclopèdia Catalana (GEC ), también cae a pedazos. Esta empresa editorial arrastra una deuda de 15 millones de euros, ha tenido que vender el edificio corporativo al dueño de Bon Preu, Joan Font, y tiene previsto hacer un ERE de su plantilla.

La crisis de la GEC, fundada en 1968, se añade a las del grupo financiero Banca Catalana, al cierre del diario El Correo Catalán, de la revista Destino -de los que Jordi Pujol era propietario- y de Cadena 13, a la desintegración de Convergència Democrática por corrupción y a la imputación de toda la familia Pujol por esconder una fortuna en paraísos fiscales. Jordi Pujol se llegó a identificar con Cataluña y la evidencia es que todo aquello que construyó ha acabado hundido, incluido el “país ideal” que imaginó.

Con el descalabro de la GEC culmina este desastre permanente que, bajo las consignas de “hacer país” y “esto ahora no toca”, hemos tenido que soportar el conjunto de los catalanes en las últimas décadas. Dando por sentado que en la iglesia nacionalista, presidida por el pantocrátor de Jordi Pujol, los convergentes eran los padres de esta gran familia mal avenida; los republicanos son los hijos; y los de la CUP, los nietos.

Es evidente que el edificio está en ruinas y que hay que hacer un “reset” con urgencia, pero el PSC, que tendría que liderar la alternativa, está atado de pies y manos por el apoyo que ERC da a la estabilidad de Pedro Sánchez. Mientras en Madrid, el PSOE necesite imperiosamente los escaños de los nacionalistas catalanes para poder gobernar, Salvador Illa se quedará sin la presidencia de la Generalitat.

Es el mismo trato que hizo Felipe González con Jordi Pujol y el vivaracho José Luis Rodríguez Zapatero con Artur Mas. Los grandes sacrificados de esta perversa correlación de fuerzas son los socialistas catalanes, que, con su brillante victoria electoral, fueron la clave para que hoy Pedro Sánchez pueda estar en la Moncloa y que, una y otra vez, son el cordero pascual.

En comparación, los socialistas del País Vasco son políticamente más inteligentes y, desde hace muchos años, gobiernan en coalición con el PNV y no hacen ascos a pactar con el PP o con Bildu. En cambio, el PSC arrastra un extraño complejo de inferioridad, desde la derrota del año 1980, y, siempre que puede, necesita hacer ver que también es nacionalista.

Buena prueba de esta esquizofrenia es el conflicto suscitado por la concesión de la amnistía a los protagonistas del proceso independentista encausados o condenados judicialmente. Salvador Illa sabe que buena parte de sus votantes están en contra, porque han vivido y sufrido en primera línea el desastre y la angustia que causó este demencial intento de ruptura institucional, económica y social.

Un votante socialista de Guadalajara o de Lugo puede estar en contra de la amnistía de los independentistas catalanes, pero es una cuestión que le cae lejos y que puede llegar a justificar para impedir que PP y Vox puedan gobernar. En cambio, para un votante socialista catalán la concesión de la amnistía es un agravio, si no va acompañada de un acto de contrición por parte de los independentistas, que no lo harán.

Al contrario, cuando tengan limpios sus expedientes judiciales, lo volverán a hacer. Saben que es arriesgado, saben que acabará mal, pero también saben que esto da sentido a sus vidas, da dinero y, al final, España siempre te acaba perdonando.

El nacionalismo ha llevado Cataluña al precipicio. Estamos en caída libre y todavía no hemos tocado fondo.

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