El poder del miedo

Vivimos en un mundo cada vez más inestable y con una sociedad atemorizada. El globalismo, más que proporcionar seguridad, lo que ha hecho es convertir cualquier episodio local en un problema potencialmente mundial. Resulta paradójico que, en una sociedad dominada por el conocimiento tecnocientífico, la vulnerabilidad sea cada vez mayor. Hemos desarrollado conocimiento y productos que nos hacen más indefensos y sentirnos más desarmados y desvalidos. Sabemos que hemos creado una ingente capacidad de generar elementos patógenos. Aparecen virus cada vez más resistentes por la mutación que produce el uso y abuso de productos farmacéuticos en una sociedad abusivamente medicalizada y adicta a los fármacos. Consumimos constantemente antibióticos y no siempre de manera consciente, ya que sus rastros están presentes en las aguas y en buena parte de la cadena alimentaria, y muy especialmente en aquellos productos que tienen origen animal.

Poner bajo control las nuevas enfermedades es y será el gran reto del conocimiento médico-sanitario en un mundo interconectado en el que los temores y los terrores se difunden y nos afectan de forma inmediata. Curiosamente, el acceso automático a la información y el conocimiento no nos tranquiliza socialmente, sino que en la medida en que de todo se puede hacer espectáculo y mercancía, acabamos por ser víctimas de rumores, invenciones, fantasías o fake-news . Al igual que en el desinformado pasado. La historia habla de la «gran peur» que se produjo en la Francia de antes de la Revolución de 1789, hecha de noticias falsas, hambrunas, inseguridad y de temores ancestrales.

El sociólogo alemán Ulrich Beck tipificó hace unos años lo que llamaba «la sociedad del riesgo global» para referirse a nuestros tiempos. Creía que en la sociedad moderna hipertecnológica y aparentemente integrada y segura, los riesgos sociales, políticos, económicos, industriales y medioambientales tienden cada vez más a escapar del control y protección de las instituciones, que resultan incapaces de impedir fenómenos que, de hecho , son imprevisibles tanto en lo que se refiere al desencadenamiento como a sus efectos. Tantos esfuerzos por hacerlo todo medible y previsible, no han hecho sino volver y aún de forma más profunda nuestras sociedades a la incertidumbre. Cualquier evento local puede tener efectos demoledores en la confianza y comportamientos globales. El atentado de las Torres Gemelas afectó el estado de ánimo de todo el mundo y nos volvió a los tiempos de los temores y de las inseguridades. Qué no decir de los giros de la geopolítica: Ucrania, Israel, Gaza… Los acontecimientos únicos no son previsibles ni la reacción de las sociedades hacia ellos. No hay algoritmo que pueda prever los fenómenos meteorológicos extremos que se dan cada vez más, ni repentinos movimientos migratorios o la irrupción de una nueva enfermedad. Habitar un mundo global debe tener cosas buenas, pero hoy por hoy a la mayoría de la gente nos ha convertido en más pobres y mucho más vulnerables. La ansiedad se proyecta con miedo y ésta se contrapone a la confianza. Y no existe sociedad sin buenas dosis de confianza.

La población con más de treinta años ha vivido ya cinco grandes crisis, que inciden de forma brutal sobre la sensación de vacío y un futuro, en el mejor de los casos, preocupante. Se conoció en directo el atentado terrorista del World Trade Center y todos sus efectos subordinados. Sufrió en carne propia la dura crisis que asoló el mundo Occidental y especialmente Europa en 2008 y que acabó con la estabilidad de un capitalismo fagocitado por el sector financiero. Se ha visto impactada con las tremendas imágenes de los refugiados en 2015, donde naufragaban no sólo barcas de migrantes sino la falta de solidaridad europea con las víctimas atroces de unas guerras que se libraban en su nombre. Vino después el impacto inesperado y cruel de la pandemia de la Covid-19, con sus efectos emocionales y económicos todavía difíciles de contabilizar. Este mismo año la geopolítica y la seguridad internacional han vivido la invasión de Ucrania así como los vaivenes estadounidenses en política internacional y la posibilidad de un conflicto a gran escala con China por la soberanía de Taiwán. Muchas emociones, demasiadas. Muchos inputs que nos provocan más bien una sensación de fragilidad y de inseguridad extrema. La sangrienta guerra entre Israel y Palestina sólo es la última entrega de la incertidumbre dominante.

Los populismos resultan, a derecha e izquierda, las vías de escape para expresar no tanto el descontento como el desconcierto en el que habitan numerosas capas de la población. Su fuerza actual como forma de lo “político” resulta un síntoma de una multitud de malestares, que no son exclusivamente de tipo material. Hay factores culturalistas que provocan la apreciación de amenazas en la pérdida de referentes, el temor a la inmigración, la posible avalancha de refugiados, la percepción de inseguridad… El sentimiento de “pérdida” es crucial, provoca desamparo, inquietud y temor. Todo ha dejado de ser cómo era.

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