Un problema de salud y moral pública

Hace más de una semana que una residencia de La Bordeta, en Barcelona, tiene estropeados los aires acondicionados y no pone ninguna solución alternativa. Por si no queda clara la magnitud de la cuestión, esto significa que, la semana pasada -y en plena ola de calor- un montón de personas mayores con diversas patologías, tuvo que dormir con elevadas temperaturas después de que el edificio se estuviera calentando todo el día. Cabe destacar también que no es la primera vez que ocurre y no se hace nada al respecto para ofrecer una medida alternativa, ya que el año pasado también sucedió.

Por si este hecho no fuera suficientemente escandaloso, una residencia geriátrica de Barcelona está siendo investigada por un juez, tras la denuncia de la Fiscalía por la ocultación de la muerte de ocho ancianos a causa de un brote de salmonelosis que afectó a gran parte de los residentes en el verano de 2022.

El juzgado de instrucción número 17 de Barcelona ha abierto diligencias contra el administrador y gerente del geriátrico, la directora, la gobernanta, el médico y la sociedad mercantil, por ocho delitos de imprudencia grave provocados al causar un «grave riesgo sanitario» debido a su conducta «irresponsable». En la denuncia, la Fiscalía detalla que desde finales de julio hasta principios de septiembre de 2022 la residencia barcelonesa (con 100 plazas, 57 de ellas públicas), «sufrió un brote de gastroenteritis aguda por salmonela que afectó a 39 residentes, ocasionó la hospitalización de 15 y el fallecimiento de ocho ancianos».

Y lo que ocurre en la esfera de la administración pública o las empresas privadas es sólo una prolongación, un reflejo, de lo que ocurre día a día en la sociedad y cada vez de forma más acusada.

Un tren lleno hasta los topes con mucha gente sentada pese a tener edad de poder estar de pie, mientras que hay cuatro personas mayores de pie y una sentada en las escaleras de la puerta de entrada.

Paco, ayúdame a levantarme, que me duelo mucho la rodilla y estoy mareada”, manifiesta la mujer que debe rondar los setenta años, sentada como puede en las escaleras del tren de Cercanías.

La ven, mareada, nadie se levanta. La miran, la observan y un chico de entre unos 20 y 30 años menciona: “no pienso levantarme que el trayecto es muy largo”. Y sigue riendo y jugando con sus tres compañeros de viaje. A ninguno de los tres les salta la alarma por el comentario del compañero ni tampoco se levanta para ceder su asiento a quienes podrían, perfectamente, ser sus abuelos.

Todos estos escenarios podrían calificarse de “problemas de salud pública” si no fuera porque realmente son problemas de moral pública. Tengo la triste sensación de que, sobre todo en los últimos años, como sociedad hemos aprendido mucho en algunos ámbitos y desaprendido aún más en otros.

La inteligencia artificial y las tecnologías avanzan a un ritmo vertiginoso, pero perdemos lo que, como dice Pérez Reverte, nos hace humanos: la compasión, que seguramente va ligada a la empatía.

Hemos entrado en una espiral de capitalismo tan feroz que vivimos inmersos en la sociedad de usar y tirar, como decía el sociólogo Zygmunt Bauman, evitamos los vínculos para que éstos nos hundan, convirtiéndonos así en máquinas expendedoras de relaciones y nuestros vínculos en objetos con una obsolescencia programada muy inminente. Si esto lo extrapolamos a las relaciones con los abuelos, nos encontramos en un contexto en el que nos olvidamos que nuestros mayores no estorban, sino que, ahora más que nunca nos necesitan como nosotros lo hicimos cuando éramos pequeños.

El individualismo, el edadismo y la brecha digital separan a las nuevas generaciones de aquellos mayores hasta el punto de condenarlos a morir de soledad. Y es que las cifras son irrefutables. Un estudio elaborado por el Observatorio Social de la Fundación La Caixa en 2021 reveló que casi el 70% de los mayores de 65 años experimenta sentimientos de soledad, y en el 14,8% de los casos este estado se considera grave o muy grave. Aún así, son cada vez más los ancianos que viven solos, y no siempre de forma elegida.

Y en ese momento en que ellos vuelven a la infancia decidimos -generalmente- enviarlos a residencias cuando muchas veces no sufren de patologías o ir a verlos poco. Hace unas dos semanas, dos personas fueron localizadas sin vida en el interior de sus domicilios de Mollet y Montornès del Vallès. Ambos eran mayores. No murieron de soledad, murieron de indiferencia.

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