El retorno de los jacobinos

Cuando yo era todavía joven y Borrell era ministro de Hacienda con González, recuerdo haber escuchado el término jacobino, usado como insulto, para referirse a Josep. Eso sucedió en un círculo nacionalista catalán. El nacionalismo no le perdonaba a Borrell que fuese catalán, o no le perdonaban a un catalán que fuese ministro de España. Algo ofendía a la tribu, y ese algo está en la psicopatología catalana. Luego ha ido sucediendo lo mismo: Miquel Iceta molesta sobremanera al nacionalismo (Lluís Llach le odia de un modo tan pueril como irracional). Salvador Illa consta como «uno del 155», y a Meritxell Batet tampoco le perdonan. Es curioso que, en Cataluña, sea el PSOE mucho más que el PP el partido al que se responsabiliza del 155.

Hoy veo como la palabra jacobino reaparece, posiblemente por la necesidad de repensar el estado ante el posible pacto con los pequeños partidos independentistas catalanes y vascos. Aunque las paradojas que se presentan podrían resolverse con una nueva ley electoral (que ya iría siendo hora), es lógico que más de uno piense en recuperar un estado centralizado y más fuerte.

El estado de las autonomías español es más parecido a un estado federal que a uno autonómico, y en muchas ocasiones la asimetría entre autonomías es demasiado flagrante: el hecho de que algunas autonomías se autoreconozcan como «nacionalidades históricas» (y otras como simples provincias descentralizadas, o algo así) les permite legislar incluso en oposición al estado, con el consiguiente baile de denuncias y recursos ante el Tribunal Constitucional. Un tribunal que se encuentra con una Constitución quizás demasiado ambigua e interpretable.

Y todo eso sin olvidar las verdaderas molestias al ciudadano que ocasiona la propia atomización de la administración, más allá de esas nacionalidades históricas: si usted es valenciano y está de vacaciones en Aragón, descubrirá que su tarjeta sanitaria no le permite ser atendido en un ambulatorio aragonés. Y eso es solo un ejemplo: luego están los impuestos autonómicos, dispares y caprichosos, o esa Agencia tributaria Catalana que parece competir con la Hacienda española, por más grotesco que eso resulte.

Tras pasar unos días en Francia (en lo que se denomina allí el «Pays Catalan», en referencia al pasado premoderno) he vuelto a percibir como allí lo local (esa catalanidad en los Departamentos de l’Aude y de los Pirineos Orientales) está folclorizado sin pestañear y sin complejos. Y sin problemas. La bandera francesa está presente en todas partes, y aunque también se pueden observar banderas cuadribarradas de vez en cuando, no están en igualdad de rango. En Francia nadie quiere independizarse de un estado competente y serio que, aún con todos sus problemas, garantiza una serie muy extensa de derechos, absolutamente igualitarios: recuerden cuales son -y no por casualidad- los tres valores republicanos que se manifiestan en todas las instituciones públicas. Liberté, égalité, fraternité.

Tanto es así que, cuando en Nueva Caledonia se llevó a cabo un referéndum para la independencia (negociado a petición de los independentistas caledonios), el resultado fue abrumadoramente favorable a seguir perteneciendo a Francia. Ese sentimiento de pertenencia aproblemático no surge por arte de magia ni se debe a la propaganda, ni a los éxitos futbolísticos. Surge de la solvencia del estado, y de que sea igual un ciudadano caledonio que uno de París, de Perpignan, de Pau o de Calais.

El jacobinismo puede ayudarnos a repensar la organización administrativa de España sobre la base de un estado igualitario y democrático, edificado sobre los pilares republicanos. Para repensar el estado en términos jacobinos se deben dar muchas premisas, entre las cuales está la necesidad imperiosa de superar el aliento franquista que desprenden los líderes del Partido Popular. España necesita a unas derechas que superen sus complejos nostálgicos: oponerse al traslado de los restos del dictador y a la liquidación del Valle de los Caídos es deplorable. Una derecha desvinculada del franquismo sería de gran ayuda.

En este sentido, tanto la monarquía como las «nacionalidades históricas» (ambos fenómenos debidos a un pasado feudal o anterior a la modernidad) deben ser cuestionados desde los principios republicanos.

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