Ripoll, el espejo

El independentismo ha sido un movimiento con mucho apoyo popular, de eso no cabe duda. Pero también ha sido un fenómeno con enorme apoyo mediático y gubernamental. En este marco propagandístico, hay dos expresiones que hicieron fortuna: «ni un papel en el suelo» y «la revolución de las sonrisas». No hace falta decir que fueron dos eslóganes muy repetidos por los medios afines y por los políticos del gremio soberanista, en contraposición a una España, según se deducía, sucia, seria y triste.

Esto sucedía en los primeros años del proceso. Pero ahora, una década más tarde, vemos que en la capital del Ripollès gana las elecciones locales un partido que no sólo es de ultraderecha sino que además es… independentista. ¿Dónde están las sonrisas ahora?

Es evidente que los procesistas miraban el bosque pero no veían los árboles. Porque tics fascistizantes los hemos ido viendo desde hace tiempo; lo que sucedía era que ellos, si los veían, no les admitían. Se nos pintaba un conglomerado de buena gente, que cogía ordenadamente su autocar para manifestarse en Barcelona, donde había entrañables abuelas, simpáticos abuelos, niños con la estelada en el hombro, matrimonios arrastrando cochecitos con bebés, campesinos con tractores, hombres con acento andaluz, heroicos bomberos, etcétera.

Pero Ripoll se ha convertido en un duro espejo. Muchos de nosotros ya habíamos leído tuits contra los inmigrantes: por no hablar catalán, por no integrarse –según ellos– en nuestras villas o por no pagar sus alquileres. También habíamos escuchado frases del estilo «no conozco un puto ecuatoriano que hable nuestra lengua», «mis hijos hablan castellano en el patio por culpa de los sudamericanos de mierda», «en el piso de abajo se han instalado unas sudacas» o «he ido al CAP y me ha atendido una mora».

A pesar del fenómeno Orriols, no ponemos la lupa sólo sobre Ripoll. Muévanos por territorio y veremos que la xenofobia está muy esparcida. Mirad sino el buen resultado que ha sacado Vox en todo el país, con un discurso idéntico al de la alcaldesa, aunque ellos agitan la rojigualda. El odio a lo diferente, culpabilizar al de fuera de nuestros males, nula autocrítica, cero exigencia a los correspondientes gestores.

Ante esto, podríamos estar tentados de pulverizar el espejo. Ahora bien, la solución no es romper el espejo sino mirarse y ver cómo podemos mejorar nuestra imagen colectiva, qué consensos compartidos podemos buscar y sobre todo qué políticas deben aplicarse ante unas migraciones que han venido para quedarse y que han ido –e irán– a más.

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