Un mar de incertidumbre

Si alguien pronuncia las palabras «mar» o «agua» seguramente a muchos nos viene a la cabeza una imagen dulce de los rayos de sol acariciándonos la piel, un regustito salado, el contacto de los pies con la arena mientras leemos nuestra novela preferida bajo la sombrilla o la imagen de unos niños jugando en el agua. Y quizás se nos evoca el sonido del mar, de las olas que, ya casi hechas espuma, vienen a acariciar la arena, a derrumbarse en ella como si de un único elemento se tratara.

Pero ese sonido, que para muchos es sinónimo de infancia, de recuerdos de verano jugando en la playa o de vacaciones, para otros muchos significa terror. No tienen el placer de asistir a la fase en la que la arena y la espuma se abrazan y bailan, sino que surfean en una embarcación poco estable en un mar salvaje y furioso. Para ellos no son olas, son tentáculos de agua que les cogen, empujan y arrastran hacia adentro y que, incluso, pueden suponer su muerte. Son la cuna de un viaje iniciado a tientas, oscuro como la noche en mar abierto sobre una patera.

Un pesquero en el que viajaban cientos de personas inmigradas naufragó en el Mar Jónico el pasado 14 de junio. Tras volcar, el barco se hundió a unos 80 km de la ciudad costera de Pylos, en el sur de Grecia. En las imágenes difundidas en los medios y hechas por la guardia costera horas antes del naufragio del pesquero se puede apreciar la cubierta del barco llena hasta los topes. Según los medios, en el barco viajaban entre 500 y 700 personas y se cree que la mayoría de víctimas eran mujeres y niños (cerca de un centenar), los que viajaban en la bodega del barco, ya que debieron quedar atrapados dentro cuando se hundió.

Este último año, más de 108.000 personas se han lanzado al Mediterráneo para intentar llegar a Europa desde África, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). En un contexto de crisis migratoria mundial, migrantes y solicitantes de asilo emprenden un incierto viaje en barcos inseguros, desprotegidos y guiados por contrabandistas en la ruta migratoria más mortífera del mundo. La Organización Internacional por las Migraciones estima que desde principios de este año más de 8.000 personas migrantes han perdido su vida en el Mediterráneo Central, el trimestre más mortífero desde 2017.

Pese a estas cifras, la Unión Europea aún no garantiza vías legales y seguras para quienes buscan refugio. Italia, por su parte, ha endurecido sus políticas migratorias con medidas como el decreto, aprobado en febrero, que dificulta las labores de rescate de las oenegés en el mar.

El conflicto continúa día a día y el problema es aún mayor cuando decidimos quién es más merecedor de ayuda en función de su origen, color de piel o nacionalidad. Quizás yo no sea la más adecuada para hablar de discriminación ni racismo, pero creo firmemente que hay algo que no estamos haciendo bien y no sé si no nos damos cuenta o simplemente preferimos desentendernos ante tantos gritos de socorro en el Mediterráneo. El periodista Agus Morales hizo un tuit hace unos días en el que hablaba del castigo de estas personas después de su muerte: la deshumanización que sufren fruto de nuestras políticas migratorias. Y creo que tiene razón, porque una vez ahogados en el mar pasan a ser un número más en la lista y ni sus familiares ni personas queridas sabrán nunca si el viaje fue un éxito o un fracaso.

Según datos de la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR) en 2022, el número total de personas refugiadas en el mundo aumentó un 24%, un incremento que en gran parte se debe al número de personas refugiadas de Ucrania. A finales de junio, más de la mitad de todas las personas refugiadas (56%) -incluidas aquellas que necesitan protección internacional- provenía de Siria, Venezuela o Ucrania.

Ahora mismo cuatro buques, diez helicópteros, un robot submarino y dos aviones buscan el submarino desaparecido en un viaje turístico para ver de los restos del Titanic. Y no es que esté en contra, pero los cerca de 700 migrantes esperaron horas y horas para ser rescatados. Una vez más, contrastes como éste evidencian la gravedad del problema que podría definirse como clasismo y racismo sistémico. Quizás como los segundos no son blancos ni ricos nos olvidamos antes, quizás tenemos la memoria y el interés sesgados por colores y nacionalidades.

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