Y dos huevos duros

Marx es siempre una inspiración para los que nos preocupamos por la sociedad y su devenir. Sobre todo Groucho, aunque mi favorito, quizá por su silencio rebosante de sonidos indicadores, sea el Harpo. Ahora que se acercan elecciones, me acerco de nuevo.

Todos los candidatos, sin miedo a que la gente se enrosque a carcajadas, prometen y prometen. Pueden hacerlo desde que Adolfo Suarez acuñó la frase: “puedo prometer y prometo”. Es mal generalizado, falta el realismo de decir: “querría hacer, pero… (añada aquí presupuesto, legislación, tiempo, actitud destructiva de los contrarios), sin embargo, haré lo posible para acercarme a ellos y os tendré informados”.

El primer factor que propicia tal afán de promesa es el no seguimiento posterior. Hasta que no se convocan nuevas elecciones, al cabo de unos años, no se habla demasiado de lo prometido y no cumplido. Incluso dejar el trabajo a medias, no es motivo de pedir disculpas, sino que se convierte en una razón para solicitar el voto para un nuevo mandato.

El segundo, en general pero sobre todo en quienes no tienen opciones de alcanzar el poder, es que no pasa factura. Con la certeza de perder, las palomas que se hacen volar suben el listón de quien sí accederá a su capacidad de decisión.

El problema llega, y ahora es muy frecuente, cuando quien ha ganado debe acoger al colomario entrando en una coalición de gobierno. Entonces existe el riesgo de adoptar medidas desproporcionadas, haciendo ir más allá de lo que querría el ganador, con tendencias a menudo sectarias, en detrimento de otras que beneficiarían a toda la sociedad. Medidas que pueden azucarar el paladar de mucha gente, aunque después no sean masticables. El resultado final está muy lejos de lo que, incluso mirando los resultados, se supone que la gente esperaba al ir a votar. Esto sería el reflejo de la continuación de la secuencia de “Una noche en la ópera”: Después de que el pedido de Groucho se haya ido incrementando por las peticiones de Chico, que ha pedido repetidamente los dos huevos, un último toque de bocina de Harpo le hace añadir: “¡Que sean tres!”.

Y esto es lo que ocurre. Todo parece indicar que en la mayoría de estamentos, la coalición es inevitable. Entonces, el minoritario-necesario, una vez dentro con su zurrón de promesas inalcanzables, sube la apuesta con dos finalidades. Primero, obviamente, por alcanzar algunos de sus planteamientos, pero también, ya menudo más importante, para erosionar la imagen de su socio. La cultura política del día a día se ha ido ensuciando con dicterios y descalificaciones cada vez más groseras y sinvergüenzas, agravado por el efecto distorsionador de las redes sociales. No se ha aprendido a respetar y escuchar al adversario, intentando ver en sus ideas los puntos que se pueden tener en común. Sin esa práctica básica, previa, el primer día de sentarse para iniciar un mandato tiene más de declaración de guerra (enterrada, eso sí) que de ilusión en un proyecto, sino común al menos compartido.

Puestos a pedir, yo lo haría solicitando a los políticos de todos los colores que vayan adoptando el enfoque empático, imaginando, y explicando, cuál sería su comportamiento en caso de formar parte de un probable gobierno de coalición, ya antes de los comicios, poniéndolo de manifiesto con un inédito hasta ahora: «En esto, los X tienen razón». No después, forzados por las prisas y con un zurrón lleno de un montón de barbaridades dichas en campaña.

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