Brasil somos todos

El asalto a las principales instituciones brasileñas por las hordas bolsonaristas enloquecidas que se produjo hace unas semanas, evidencia la pulsión totalitaria que hay detrás de los liderazgos y movimientos iliberales extremos de la derecha. En una reproducción del ataque al Capitolio que hicieron los seguidores de Trump hace dos años, se ha visto hasta dónde se puede llegar cuando se juega con la polaridad extrema, el no reconocimiento de los adversarios políticos y con la falta de respeto y consideración en las bases que deben presidir los valores y comportamientos en las sociedades democráticas. Sorprende en ambos ataques, la realidad paralela en la que están inmersas las personas que los protagonizan, embriagados no sólo de mentiras y falsas proclamas, sino también de ideas absolutamente demenciales. Lula visto como el anticristo, el diablo, o un comunista recalcitrante, lo que parece justificar apelar a la intervención militar o de los extraterrestres.

Básicamente, los brasileños que no han perdido la cabeza, estos días, han sentido vergüenza e indignación. Vergüenza por la extravagancia, la sinrazón de los planteamientos y, también, porque Bolsonaro obtuvo el apoyo de 50 millones de votantes, casi la mitad del electorado. Indignación por la falta de respeto a los principios democráticos y a los resultados electorales, también por la pasividad policial y de algunas autoridades en relación a unos desórdenes públicos que, hace días, se estaban preparando de forma abierta y masiva. Y bien financiados.

Lula es un referente para el progresismo brasileño y latinoamericano. Un demócrata que está muy lejos de aspirar a ser un líder comunista o totalitario. Su programa político es de tipo socialdemócrata donde las prioridades son sacar de la pobreza extrema a 30 millones de brasileños, y hacerlo con políticas económicas de impulso a la actividad económica y el establecimiento de un sistema fiscal que permita al Estado corregir las enormes y crecientes desigualdades, así como recuperar, aunque sea de forma modesta, el ascensor social. Nada que no se haga en la mayoría de países europeos u occidentales. La coalición amplia y moderada con la que se presentó a las elecciones lo avala. Tiene por delante retos importantes y difíciles. Debe devolver el país a la normalidad, debe recuperar para Brasil la consideración y el buen nombre que había perdido en el ámbito internacional. Debe intentar recoser un país social e ideológicamente no sólo dividido, sino profundamente fracturado. Necesitaría, también, recuperar unas élites empresariales y económicas que se han alineado de forma quimérica con Bolsonaro, han comprado y asumido su discurso. Resulta fácil entender, que el crecimiento económico y la actividad empresarial resultan incompatibles con el caos y el aislamiento internacional que representa la extrema derecha. La paradoja, es que la normalidad capitalista pasa justamente por Lula y lo que representa su gobierno. La otra opción es una quimera, especialmente perjudicial para las propias élites.

La buena noticia es que parece que la democracia ha acabado imponiéndose en Brasil, ya que los militares no han entrado en el juego al que quería inducírseles a actuar en forma de golpe de estado. El gobierno democrático ha reaccionado de forma rápida y con la contundencia que la situación extrema merecía. En consecuencia, por su exceso, podría significar el fallido último cartucho de Bolsonaro, su canto del cisne. Sin embargo, está por ver. Movimientos de estas características, con varios grados de irrealidad, ya existen en todas partes. Trump y lo que significa distan mucho de estar muertos políticamente. Los iliberales, cada vez más claramente ubicados en la extrema derecha de forma descarada, gobiernan en Italia, Polonia, Rusia, Hungría… y están muy presentes en Francia, los países nórdicos o bien en España. El discurso conservador se va radicalizando por todas partes y copia las formas, el lenguaje y las formas del relato político del extremismo.

Aunque la historia no suele repetirse, el proceso como los fascismos se acercaron y se hicieron con las formaciones derechistas democráticas en la Italia fascista o bien en la Alemania nazi nos deberían, y les deberían, hacer recapacitar. No es que corramos el riesgo de acabar haciéndonos daño, es que ya hemos empezado a padecerlo.

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