Empacho real

Ella no tiene la culpa, o sí, no lo sé, pero me confieso empachado de reina de Inglaterra. Una cosa es verla en The Crown, que puedes dosificar la ingesta, incluso congelar la imagen, y otra bien distinta es tragártela cada día de cada día y a cada hora de cada hora desde su muerte, invadiendo el espacio vital de cada uno. He estado tentado a pedir una orden de alejamiento, de ella, Isabel II, y de todo su séquito. Por tierra, mar y aire -periódicos, televisión y radio-, también por el subsuelo -las redes sociales-, el bombardeo ha sido constante y prolongado, un suplicio. También estoy hasta vete a saber dónde de las rabietas de niño pequeño de 73 años del nuevo rey, Carlos III, que han dejado de hacer gracia.

Somos así de intensos. Nos declaramos republicanos de boquilla, pero la monarquía nos deslumbra. Recuerdo que hace 20 años (2002), el actual rey de España Felipe VI -entonces príncipe- vino a mi ciudad, Igualada, a presidir una cena de la patronal. El polideportivo, que es donde se celebraba la efeméride, empequeñeció, todo el mundo quería ver o incluso tocar al príncipe, la cola del besamanos real sólo era comparable a la AP-7 de los domingos; una cola real llena de republicanos y más de un indepe, y con comportamientos de auténticos hooligans. Después, cuando el príncipe se convirtió en rey por defenestración del padre, y arengó al independentismo, muchos de esa cola lamentaron haber estado allí.

Cómo ha cambiado el cuento. Aquel principito, que sonreía complacido ante el vasallaje igualadino, se ha hecho mayor y arrogante, y ha desterrado al padre, Juan Carlos I, a Abu Dabi -un padre que, sea dicho de paso, se pasó de campechano…-. Dos años después, el protocolo inglés ha logrado lo que parecía imposible, reunir a los reyes de España con sus predecesores, los eméritos, en un acto público, y fotografiarlos. Así, se ha cumplido el peor de los sueños de Felipe VI: una foto con su padre Juan Carlos I, de quien reniega. Y todo ello en los funerales de la reina Isabel II. Sólo por eso, habrá merecido la pena tanta pompa. Brindo con ginebra y recuerdo una frase que se le atribuye a Winston Churchill: «El gin-tonic ha salvado más vidas y mentes inglesas que todos los doctores del Imperio». Y no inglesas, me atrevo a añadir.

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