«Qui no té feina, la llengua pentina»

Hace unas semanas, el Parlament de Catalunya aprobó, gracias al acuerdo previo alcanzado entre PSC, ERC, Junts y los comunes, la ley sobre el uso y el aprendizaje de las lenguas oficiales en la enseñanza no universitaria. Como es sabido, la norma mantiene al catalán como lengua vehicular y establece el castellano como lengua curricular.

El acuerdo, pese a las idas y venidas de la formación presidida por Laura Borràs, no sólo es un gran éxito por el contenido acordado, sino que supone (o debería suponer) un importante punto de inflexión en la política catalana. En otras palabras, el pacto representa una bocanada de aire fresco para quienes creemos que la política tiene el deber de construir marcos que fomenten la convivencia, y más aún si estamos hablando de una comunidad plural, desde el punto de vista lingüístico y cultural, como es la catalana. Que ERC y Junts, como grupos políticos hegemónicos dentro del movimiento independentista, reconozcan que el castellano no es una lengua extranjera en Catalunya es un paso importante. Sería deseable también que Ciutadans, PP y Vox dejaran de utilizar el catalán como un instrumento contra la convivencia y la diversidad territorial.

Pese a las declaraciones posteriores de los líderes secesionistas a la aprobación de la ley, la realidad es que el fondo político de la norma se ajusta mucho más a lo que ha defendido, históricamente, el catalanismo político que a lo que propugna el independentismo. Porque el primero, a diferencia del segundo, ha sido y es integrador y abierto. En este sentido, el catalanismo defiende la preservación y difusión del catalán, pero también el conocimiento pleno del castellano. Y no distingue a los catalanes y las catalanas en función de su origen o su lengua, sino que aboga por abrir las puertas a todo el mundo. Además, la ley, pese a surgir como respuesta a una sentencia judicial, tiene especial relevancia porque rompe los bloques políticos de los últimos diez años y porque busca mejorar el autogobierno (también objetivo del catalanismo político).

Si bien es cierto que todo este debate social y político ha hecho aflorar grandes valores políticos, como la capacidad de dialogar y llegar a acuerdos entre diferentes, también es igualmente cierto que ha mostrado el peor rostro de la sociedad catalana. En otras palabras, durante toda esta discusión política se ha promovido, desde algunas entidades y fuerzas independentistas, el señalamiento a restaurantes que no tienen el menú en catalán, a camareros que no utilizan esta lengua para comunicarse con su clientela, o a dependientes de tiendas que hablan en castellano con los consumidores.

Si el objetivo es que el catalán tenga cada vez más hablantes, este tipo de actitudes van justamente en el sentido contrario: están convirtiendo esta lengua en una realidad antipática, intransigente, y nada atractiva para la gente en general. Incluso parece que hay quien prefiere estar incomunicado a poder llevar a cabo funciones básicas como comprar un producto en un supermercado, pedir un plato en un restaurante o un donut en una granja. Es decir, hay quien se siente más cómodo en el conflicto lingüístico que en un clima de paz social o convivencia.

Realmente, sorprende leer tweets y comentarios en las redes que sitúan el debate lingüístico en una cuestión casi de vida o muerte cuando, por ejemplo, uno de cada tres niños en Cataluña se encuentra en riesgo de pobreza o cuando hay más de 4.800 personas sin hogar en la ciudad de Barcelona. Pero, seguramente, lo peor de todo es la xenofobia que desprenden muchos de estos tweets y comentarios. A Catalunya cada año llegan cientos de miles de personas huyendo de guerras, conflictos, crisis humanitarias, etc., o simplemente buscando las oportunidades que su país de origen les ha rechazado. Desgraciadamente, por falta de recursos económicos, muchas de estas personas se ven abocadas a ponerse a trabajar y, en muchas ocasiones, lo hacen cobrando unos salarios muy bajos y sin la oportunidad de compaginar su trabajo con estudios o formación.

Es evidente que entre el dominio del idioma y su voluntad de sacar adelante a la familia, eligen lo segundo. Y es lógico. Cualquier persona en su caso haría lo mismo. Lo que no se puede aceptar es que determinadas minorías desprecien a las capas más débiles de la sociedad. Y que lo hagan por motivos lingüísticos, menos aún.

Pero ya se sabe, parafraseando el catalán “qui no té feina, la llengua pentina”.

Susana Alonso
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