Empatía

  1. nombre femenino.
    Participación afectiva de una persona en una realidad ajena a ella, generalmente en los sentimientos de otra persona.

Que empatía sea un nombre femenino no me extraña en lo más mínimo. Sin ánimo de expulsar prácticamente en la primera linea a los lectores masculinos de este artículo – quedaos, es interesante -, es evidente y un hecho fácilmente probable que antropológica y socialmente el sacrificio, la entrega y ese casi indecentemente innato saber situarse en segundo plano para anteponer las necesidades de los demás a las tuyas, ha tenido como protagonistas a las mujeres.

Durante siglos de sociedad patriarcal la mujer ha permanecido unos pasos atrás mientras el cuidado de sus hijos, sus mayores o el ascenso laboral y personal de su marido se situaban en el número 1 del podio ganando medallas que sin la base de la mujer ocupándose de todo el resto de intendencias jamás hubiesen sido posibles. Porque cuando “alguien tiene que hacerlo” y “no pasa nada yo puedo” ya que “en este momento su tema es más importante” y “ lo mío puede esperar”, obviamos que nuestras prioridades forman parte de nuestro ser, de quién somos. Que conforman el quién queremos llegar a ser, y sin ellas, sin darles importancia, nos quedamos relegadas a un presente eterno en el que no avanzamos. Y no avanzar cuando el resto del mundo sigue andando, es retroceder.

En la lengua inglesa tienen una expresión muy precisa y visual de lo que es la empatía “get in the other’s shoes”, ponerse en los zapatos del otro/a. Tanto así que los tuyos, a veces, dejan de darte uso.

¿Estoy procurando decir que la empatía es una losa y no una virtud? No sé, veamos…  Cierto es que todo llevado a su extremo se acaba convirtiendo en un problema. Y entonces, nos encontramos con el síndrome del exceso de empatía o el desgaste por compasión, personas que de tanto pensar en los otros y entender y comprender sus problemas acaban apartando los suyos a un segundo plano. La forma en que se adjetiva a este tipo de gente es extremadamente curiosa: se les llama “personas plastelina”. No, no es una broma aunque suene a series de dibujos infantiles. Pese a la poca seriedad del término – como todo el mundo sabe para quedar bien nombrando cualquier síndrome siempre es más vestido un apellido de alguien que desconoces o un derivado del latín – , hemos de admitir que es una imagen muy explícita de lo que puede llegar a ser amoldarse al otro de tal forma estirándote, doblándote y redondeándote a su gusto y necesidad.

El psiquiatra J.L González definió con un nuevo término el proceso opuesto a la empatía: la ecpatía. Tampoco se volvió muy loco buscando nomenclaturas, es cierto-. El concepto define el proceso voluntario de exclusión de sentimientos, actitudes, pensamientos y motivaciones inducidos por otras personas. No se trata de falta de empatía, característica propia de algunas personas que hacen de este mundo un lugar bastante menos amable y bueno. Sino que es una acción mental que busca impedir que las emociones ajenas nos arrastren. Riesgo que corren y corremos las personas excesivamente empáticas.

La diferencia radica, volviendo a la preciosa frase inglesa, entre ponerse los zapatos del otro a saber qué zapatos lleva y entender por qué los lleva y qué le pasa por hacerlo. Es decir, no confundir ponernos en el lugar de otra persona con instalarnos en ese lugar hasta hacerlo nuestra propia celda. Para ser ecpático sin duda hay que ser empático, porque sin comprender los sentimientos y la situación del otro, no es posible crear esa voluntad de protegerse dentro de una campana de cristal, como decía la gran Silvya Plath, que te permita no mojarte bajo la lluvia sin dejar de verla caer.

Si logramos diferenciar empatía de contagio emocional y la usamos para tener la información precisa referente a los otros, que nos permita socializar teniendo en cuenta y respetando los sentimientos, situaciones, puntos a favor y en contra, de los otros seres humanos; nos convertimos en personas con un mayor dominio de nuestros propios sentimientos y acciones y un mayor conocimiento de los ajenos para poder vincularnos y actuar sobre ellos.

No hace falta ser una mujer ni ser afgana para entender el miedo profundo que estarán sintiendo en este momento ante la crítica situación que hemos visto estos días en Kabul. No hace falta ser un hombre que ha perdido su trabajo a una edad difícil para reincorporarse al mundo laboral, para solidarizarse y entender que hay que estar al lado de la lucha de quién vive un ERE. No hay que estar enferma para defender la sanidad pública. No es necesario no tener dinero para entender que quién no lo tiene ha de saber garantizado su derecho a la educación pública, para poder vivir o pensar en vivir, en igualdad de oportunidades. No hace falta sufrir, rasgarse las vestiduras o parecer un mártir para entender a quién en ese momento sufre vulnerabilidad. Se llama empatía, se gestiona con ecpatía y todo lo que no pase por ahí se mueve entre la maldad, el egoísmo o el simple y vacío postureo que nos lleva a un mundo infinitamente peor para todos y para todas. No es fácil, hacer el paso desde el vacío, a la empatía bien cuidada con dosis de ecpatía. Lo sé. Pero ante eso, comentarles que en esta vida hay dos opciones: o pasar por el mundo saltando de nube en nube con la realidad allá abajo, con riesgo alto de caída,  o decidir qué se quiere ser, qué se quiere aportar y trabajar para hacerlo. Ustedes sabrán.

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