En catalán no ‘me pone’

 

David tiene 19 años recién cumplidos, vive en un barrio suburbial de una ciudad cercana a Barcelona y estudia formación profesional en un instituto que se cae a pedazos. Dicen las autoridades educativas autonómicas que no hay más dinero. Se lo conté un día y él me miró con ojos lánguidos, distraídos, como si me dijera: “¿acaso esperabas otra respuesta?”. Dudo de que David acuda a las urnas cuando le convocan. Tiene ese perfil sano del joven en su etapa rebelde y descreída, anarquista juvenil que nadie sabe hacia qué tendencia tenderá. David es un buen estudiante, y está dotado de una inteligencia especial. Redacta de maravilla, una cualidad que sorprende a los docentes del siglo XXI. Sabe resumir, sabe sintetizar, sabe escribir introducciones correctas y cerrar sus trabajos con reflexiones lógicas y argumentadas, está provisto de una madurez que también sorprende.

Siempre viste de negro y va aseado y se peina un poco a la antigua. Cualquiera se da cuenta de que en su armario la ropa escasea. La compra en los mercadillos de los barrios. Alguna vez pide un euro prestado, para tomarse un café. Estudia en el turno de tarde porque trabaja en muy precario por la mañana y a eso de las siete se cae de sueño: lleva más de doce horas levantado cuando yo entro en el aula y le hablo de habilidades sociales, de perspectiva de género. En el currículum no se habla de perspectiva de clase porque eso no está en el programa.

David y yo tardamos un poco en empezar a hablar y luego a congeniar. Él es muy reservado y su experiencia con la clase docente no fue un jardín de rosas. En la distancia corta es razonable, amable, asertivo y mordaz, pero razonable. David pregunta siempre, cuando se le encarga un trabajo, si lo puede escribir en castellano. Yo siempre le respondo, de la forma más asertiva que puedo, que todos debemos seguir las normas. Un día me contó que domina poco y mal el catalán, que su profesora de lengua catalana de la ESO se pasó todo un curso contándoles los avatares de su divorcio. Le respondo con las normas pero él, que es listo, sabe lo que pienso de veras. Quizás alguna vez se me ha escapado, entre líneas, que preferiría una enseñanza bilingüe aunque me atenga a la ley porque creo en la democracia, y que, para mi, el castellano debe ser considerado una lengua propia de Catalunya. Es lo que creo: todo sería un poco más fácil y, por lo tanto, un poco mejor

Un día, cuando nuestra relación ya era más fluida, le pregunté por su reticencia a escribir en catalán. David me miró con sus ojos negros y lánguidos, los entornó y me respondió:

-¿Tu crees que a una mujer le pone que le pida “treu-te la samarreta?” ¿A ti te pondría eso? ¿Verdad que no? ¿Qué piensas tu que pasa cuando a tu ligue le pides que se quite “les calcetes”? Te lo digo yo: te mandan a freír espárragos y se buscan a otro. Ni se te ocurra ligar en catalán.

Hace algunos años, Albert Boadella se permitió escribir que el catalán produce infelicidad en sus hablantes. Más allá del ánimo provocador del dramaturgo, algo significativo y a tener en cuenta había en su afirmación: ¿y si todo fuese tan simple como que el catalán no sirve para lo que de verdad importa? Pueden imponer el catalán para aprobar exámenes, para obtener una plaza de funcionario, para rellenar una solicitud de trabajo o de subvención, pero no pueden imponerlo para lo que de verdad importa. Estamos hablando de los jóvenes, pero todo el mundo me entiende. Si el idioma catalán es inservible para esa función que se pongan como quieran las autoridades: lo tienen muy mal. Perdieron la batalla de la lengua.

¿Tan difícil es admitir que el castellano es una lengua propia de Catalunya? No les voy a ofrecer argumentos historicistas (que los hay): les hablo de lo más elemental, de la vida, del sexo, del puro instinto, del puro impulso vital. Contra eso lo tienen todo perdido. Eso me lo contó un chaval de 19 años recién cumplidos y a renglón seguido de escucharle pensé en las diatribas interminables de Pau Vidal y de todos los abajofirmantes del manifiesto Koiné, de las millonarias campañas y políticas lingüísticas de la Generalitat. Deberían escuchar la frase de David, 19 años, suburbio del extrarradio: si el catalán no sirve para follar, entonces ¿para qué diablos sirve?.

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