La nostalgia ya no es lo que era

Yo pensaba que los nostálgicos eran estos chicos delgados que miran por la ventana cuando llueve, escuchan a Nick Drake, lloran leyendo Emily Dickinson y van por la vida buscando las golosinas que comían de pequeños a ver si les dan un Proust. Pero no. Ahora resulta que denominamos nostálgicos a señoras y señores con el rostro desencajado por la ira que claman al cielo cuando el gobierno decide por fin reparar el error histórico que suponía que el cuerpo de un dictador descansara en un lugar de honor. Que impiden que el ayuntamiento de la capital de un país democrático condene la violencia machista. Que dicen que los extranjeros son más proclives a cometer violaciones. Que quieren ilegalizar a cualquier partido político que ponga en entredicho la unidad de la sacrosanta madre patria. Y así hasta el agotamiento del disparate.

Lo que es malo no es tanto que un partido de extrema derecha haya salido de la cueva de los friquis y haya conseguido colar 52 de sus representantes en el Congreso, sino que su discurso se vaya normalizando y se haya visto legitimado por el apoyo de dos partidos que tienen aspiraciones de gobernar. Que a la primera oportunidad dos formaciones que se reclaman de centroderecha hayan aceptado pactar con Vox e incluso hayan hecho suyos algunos de sus postulados demuestra el peligro que supone la ausencia de unas líneas rojas básicas frente a la extrema derecha.

El espectacular resultado del partido de Santiago Abascal en las últimas elecciones generales celebradas el 10 de noviembre pasado demuestra una vez más que apelar a los sentimientos más primarios funciona en demasiadas ocasiones mucho mejor que la argumentación racional a la hora de conseguir votos. Si además estos sentimientos se sustentan en gran parte en la nostalgia de un tiempo que pocos de sus electores han vivido en carne propia, el resultado es bastante catastrófico.

La irrupción de Vox ha permitido poner en escena y exacerbar un odio latente que se expresa ahora descaradamente y con orgullo. Porque no son sus propuestas políticas y sociales (que llevarían a la mayoría de sus electores a la miseria y a la desprotección social) lo que los ha seducido, sino la posibilidad de berrear un orgullo mal entendido y de dar una forma concreta y con poder de decisión a sus frustraciones y a su odio. Y es que el odio se ha banalizado. Basta pasearse por unas redes sociales que, se suponía, tenían que fomentar el intercambio y el diálogo, para darnos cuenta de que, al menos en cuanto a la política, sirven sobre todo para expresar el desprecio al adversario.

Nadie hace caso a otras informaciones que las que refuerzan sus prejuicios previos y las posturas cerradas. En este sentido es muy significativo que, en el conflicto catalán, el término "equidistante" sea sinónimo de debilidad e incluso de alta traición. La cosa va de bandos y si no eres del mío, lo único que haré es buscar argumentos que refuercen mi postura y, si puede ser, ridiculicen la tuya. Y en este terreno nadie sacará tanto rédito como la ultraderecha. Más allá del anticatalanismo que nutre a Vox, odio al cual hace falta sumar todo lo que huela a cambio en los roles sexuales y (está claro) el miedo al extranjero, ¿qué puede llevar a alguien a echar de menos los 40 años de miseria material, política y cultural representados por el franquismo? Las causas son, evidentemente, complejas, a menudo contradictorias y requerirían un estudio bastante más profundo, pero llama la atención el pernicioso poder de la nostalgia de un tiempo no vivido en este intento de regreso a la caverna.

La nostalgia es un placer doloroso. Placer porque nos sitúa en un tiempo idealizado, el de la juventud especialmente, en el cual olvidamos fácilmente todo lo que entonces nos hacía sufrir, y doloroso porque siempre se manifiesta en contraste con un presente frustrante. En esta nostalgia de un tiempo no vivido, la idealización es máxima, y los jóvenes nostálgicos del anterior régimen no perciben la arbitrariedad del poder franquista, su pobreza moral, la caspa que exudaba en todas sus manifestaciones. Perciben un mundo donde, a falta de comodidades y derechos sociales, había una solidez y un orden y dónde, a falta de otra cosa, ser español podía ser motivo de orgullo.

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