El síndrome Guruceta

Cataluña vive -desde hace años, décadas y siglos- bajo el síndrome Guruceta. Recordemos: José Emilio Guruceta fue aquel árbitro de fútbol que, en un partido de cuartos de final de la Copa del Generalísimo del año 1970, pitó a favor del Real Madrid un penalti inexistente, puesto que la falta del defensa Quimet Rifé fue dos metros fuera del área del FC Barcelona. La indignación que provocó esta errónea decisión arbitral fue monumental y ha pasado a los anales del barcelonismo como una muestra paradigmática del trato de favor que consideramos que ha recibido siempre el Real Madrid del poder federativo y político central/centralista.

El escándalo Guruceta se puede extrapolar a otros ámbitos y a otros momentos de nuestra historia. Este sentimiento de injusticia y de maltrato -que se inició en 1412 con la polémica resolución del Compromiso de Caspe para elegir al sucesor del rey Martí I el Humà, que murió sin descendencia dinástica- es el motor histórico del nacionalismo catalán. La sensación y la certeza que desde Madrid juegan sucio y se aprovechan de nuestra buena fe congénita formando parte de España –pacto sellado con el matrimonio de los reyes Fernando el Católico e Isabel de Castilla en 1469- es el factor que da alas a la actual oleada independentista, como antes lo fue de las guerras, guerrillas y encontronazos que se han sucedido desde entonces.

Episodios, desde nuestro punto de vista, inexplicables, como la sentencia del Tribunal Constitucional que recortó la reforma del Estatuto de Cataluña del 2006, después de que fuera aprobada por el Congreso de los Diputados y ratificada en referéndum por el electorado catalán, han exacerbado el síndrome Guruceta. Algo parecido pasa con el agravio de la financiación de la Generalitat, cuando nos comparamos con el ventajoso régimen foral que tienen el País Vasco y Navarra, vinculado a la sanguinaria ofensiva terrorista de ETA durante los convulsos años de la transición postfranquista, que condicionó la redacción de la Constitución vigente.

La dura persecución judicial de los líderes políticos que organizaron el simulacro del referéndum del 1-O y protagonizaron la falsa declaración de independencia en el Parlament también es otra gurucetada. El castigo a la falta, como en el caso de Quimet Rifé, es desproporcionado y, en espera de las sentencias de los procedimientos sumariales en marcha, las órdenes de prisión incondicional son una exageración que alimentan y justifican el discurso del victimismo, que sólo genera -como constatamos- impotencia, rabia, tristeza y frustración en una parte respetable de la sociedad catalana.

La arquitectura constitucional del 1978 confiere al jefe del Estado, el actual rey Felipe VI, el papel de árbitro y a él le corresponde crear las condiciones para que los catalanes -en su conjunto- nos podamos considerar ciudadanos de primera y en igualdad con el resto de españoles, respetando nuestras particularidades. Reconstruir el destrozo perpetrado con el artículo 155 y restablecer la confianza magullada entre la Cataluña irredenta y la España democrática son tareas difíciles y delicadas, pero que hay que abordar sin demora, a un lado y al otro, desde la generosidad y la amplitud de miras.

El tan criticado poder judicial es, al fin y al cabo, el órgano que interpreta y aplica la legislación que emana del poder representativo del Congreso de los Diputados y del Senado y es en estas cámaras –bajo el impulso del jefe del Estado- donde se tienen que generar y acordar las modificaciones constitucionales y legislativas que curen y borren, por siempre jamás, el síndrome Guruceta. Es absurdo y anacrónico que hechos que se hunden en el pasado y que protagonizaron personas que ya no están determinen negativamente –¡y de qué manera!- nuestra vida presente y el futuro de las nuevas generaciones de catalanes. Tenemos, si queremos y nos lo proponemos, un gran porvenir por delante en el marco de la península Ibérica y de la Unión Europea, pero primero nos tenemos que sacudir todos los fantasmas del pasado que nos encadenan y nos inmovilizan.

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