La metamorfosis*

Como los autores de la piedra filosofal (que creaba elixir de vida y transformaba cualquier metal en oro puro), los magos del procés han logrado, tras múltiples idas y venidas, artificios y encantamientos, la proeza de reducirlo todo al amarillo. Un color gafe, de la mala suerte y la maldición en el mundo de la escena. Precisamente, donde se representa la comedia catalana.

Teniendo en cuenta el cúmulo de volteretas que ha protagonizado el procés, no es tarea fácil visualizar su génesis. Pero, en cualquier caso, nadie pone en duda que su caldo de cultivo fue el patriotismo, blando o duro, histórico o recién estrenado, explícito o implícito. Así, desbrozando maleza ideológica, el proyecto fue abriéndose camino hasta desembocar en lo de la «independencia», programa máximo del nacionalismo. Y la palabra mágica, como en el Génesis, se convirtió en verbo y el verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros.

Definido el producto, con su correspondiente packaging, se llevó al mercado y éste no respondió a las expectativas. Al Moisés que prometía llevar al pueblo escogido a la tierra prometida se le quedó cara de póker. Y se volvió a la carga, ahora todos juntos en unión. Y la cosa volvió a pinchar, a pesar de la tan favorable ley electoral, de la inestimable colaboración de las «entidades», de la complicidad de los medios de comunicación públicos y, en fin, hasta de los ingentes medios y oportunidades que brinda el control de las administraciones públicas a la causa.

Para estimular el mercado, el Gabinete Oscuro (Mas, Madí, Soler y Vendrell) y sus socios invocaron la «creatividad», de la que se ufanaba Artur Mas y que, en definitiva, se remite a la implementación de técnicas de marketing, tan simples como las que se utilizan para vender detergentes. Así, empiezan a acuñarse y difundirse mensajes elementales y presuntamente inocentes como «votar es normal» o «nuevo país», intercalados con algo de sal gorda, como «España nos roba».

Al filo de los acontecimientos, la cosa va metamorfoseándose hasta desembocar en una retahíla que nada parece tener que ver con la independencia. Democracia, república, libertad de los presos «políticos», o libertad a secas… son los eslóganes que parecen suplantar a los anteriores, pero que, en realidad, no hacen sino enmascararlos, porque detrás, en el subconsciente semántico, late sin descanso lo de la «independencia». Todo se remite a ella, aunque cambie de nombre. Pero, ya se sabe, una cosa es la mercancía y otra la forma de venderla.

Como no hay combate sin enemigo, en paralelo, se va construyendo y diseminando un frankenstein español. «Monarquía», «dictadura», «maltrato»… Todo es poco para demonizar a España, que copiando lo sucedido en Euskadi es rebautizada como «Estado». Cosa que allí llegó al delirio al ser substituido por «península». «Voy a la península», decía el nacionalista hiperventilado cuando, por ejemplo, viajaba a Zaragoza. Todo lo cual va dirigido, claro, contra los que en Cataluña se sienten también españoles.

Esta metamorfosis, basada en tergiversar el nombre de las cosas y las cosas mismas, no es más que engañifa de la peor especie. Es decir, mentira. Y la mentira en política, en contra de lo que algunos pueden creer, es una inmoralidad de profundo calado, una corrupción muchísimo más dañina que la que tiene que ver con el bolsillo. Mentira que, a la postre, ha sido reducida al amarillo por los magos del procés. Color que, como el naranja para los energúmenos del Maidan, simboliza todo el artificio, desde la pulsión identitaria, hasta el supremacismo explícito, desde el odio a España –y, de paso, a más de media Cataluña- hasta la sinvergonzonería del 1-O. Que sepa, en fin, todo bicho viviente, desde el vecino hasta el transeúnte, que «yo soy de los míos». Identificación que, tal como están las cosas, solo contribuye, como las banderas, a hurgar en la herida. Pero que sepan también los del amarillo que tampoco es descartable que el color de marras, como creen los cómicos, quizá pueda estar anunciando el más absoluto fracaso de toda la obra.

(*) Escrito en la jornada de reflexión del 21-D, que no estaría mal practicarla de vez en cuando, más allá de las elecciones, para pararnos a pensar un poco sobre quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.

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