El buen presidente y el mal presidente

Este lunes 23 de octubre hemos conmemorado los 40 años del regreso a Cataluña del presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas. Yo estaba, en la celebración popular que llenó la Gran Vía de Barcelona, desde Montjuïc hasta su llegada a la plaza de Sant Jaume. Y puedo decir que fueron unos momentos de alegría colectiva, marcados por una enorme confianza en la próxima construcción de un país democrático, civilizado y mejor.

El Muy Honorable Josep Tarradellas salvaguardó la institución de la Generalitat en el exilio con una dignidad admirable, renunciando a su bienestar personal y familiar para mantener encendida la llama de nuestra histórica institución de autogobierno. Con las ideas claras y una firmeza ejercida con guante de seda, el presidente de la Generalitat restaurada creó un gobierno de unidad, donde estaban presentes consejeros de todas las fuerzas con representación parlamentaria y puso en marcha la redacción y la aprobación consensuada del nuevo Estatuto de Autonomía. Impecable.

Contrastan aquellos momentos ilusionantes con el desastre que, 40 años después, nos toca vivir hoy, con la Generalitat intervenida por el ministro Cristóbal Montoro, con las empresas huyendo de Cataluña por la gran inseguridad jurídica que reina, con los Jordis en la prisión, con la sociedad profundamente dividida y conmocionada por los efectos catastróficos del proceso independentista y con la Unión Europea en contra. Todo aquello que conseguimos, gracias a la perseverancia y a la dura austeridad del presidente Josep Tarradellas, se va a pique. ¿Qué hemos hecho los catalanes para merecer esta desdicha?

El Muy Honorable Josep Tarradellas, antes de volver a Cataluña, vivía en precarias condiciones en una casa destartalada de Saint Martin-le-Beau. Nada que ver con el chalé de nuevo rico que se ha comprado el presidente Carles Puigdemont junto al campo de golf de Sant Julià de Ramis, gracias a las generosas subvenciones públicas que siempre han engordado su actividad empresarial, previa al salto a la política profesional. En este detalle encontramos la diferencia fundamental entre uno y otro: el Muy Honorable Josep Tarradellas sacrificó su vida al servicio de Cataluña y el Poco Honorable Carles Puigdemont se ha servido de Cataluña para intentar vivir como un magnate.

Por eso, los dirigentes procesistas y su corte del palacio de la plaza de Sant Jaume nunca harán nada que pueda perjudicar su status de grandes burgueses, logrado gracias a estar amorrados a la teta de la administración y asignarse unos sueldos fabulosos y fuera de mercado. Si realmente fueran coherentes con las ideas que pregonan, Junts pel Sí habría empujado Carles Puigdemont a proclamar la independencia en la sesión del Parlamento del pasado día 10 de octubre, tal y como reclamaban con vehemencia la CUP, la ANC y Òmnium. Esta era la ventana de oportunidad que ha tenido el proceso para cruzar el Rubicón. Todo el mundo nos miraba y el gobierno central todavía estaba grogui por el ridículo internacional que acababa de hacer con la esperpéntica operación policial para intentar impedir el referéndum del 1-O.

Pero el conservadurismo –en el peor sentido de la expresión- que impregna la cúpula de la Generalitat y el miedo a perder el trepidante tren de vida que se han montado a cuenta de los presupuestos públicos han frenado la presión de la calle, que ellos mismos han incentivado y alimentado en los últimos años para que la gente crédula les ayudara a llegar donde estáns. En esta larguísima partida de póquer que juegan Carles Puigdemont-Artur Mas con el gobierno español desde hace cinco años, Mariano Rajoy acaba de doblar la apuesta, jugando la carta killer del artículo 155, que significa la liquidación fulminante de los privilegios de los cuales disfruta el sanedrín y la corte procesista. Y aquí, dejando de banda las altisonantes protestas de los milhombres que todos conocemos, ha empezado la temblor de piernas.

El proceso es, por encima de todo, un fabuloso negocio para quienes están sobre el escenario, detrás las bambalinas y maquinando la tramoya de esta asombrosa obra de teatro. El salario mínimo del independentista enchufado no baja de los 3.500 euros mensuales y, en el caso de las primeras figuras del cartel, sube hasta los 12.000 euros mensuales. Tal y cómo está actualmente el mercado laboral en Cataluña, ¿qué empleo hay más rentable que ser un profesional de esta agónica tragicomedia?

El presidente Josep Tarradellas vivió 40 años de penurias en el exilio de Francia y volvió a Cataluña con un mensaje de reconciliación y de esperanza para todo el mundo. El presidente Carles Puigdemont, con la bandera de la independencia, ha traído la división, la ruina y la angustia a la sociedad catalana. Eso sí, saldrá de la Generalitat con los bolsillos llenos y podrá seguir disfrutando tranquilamente de su espléndido chalé en el golf de Sant Julià de Ramis una vez se hayan celebrado las próximas elecciones al Parlamento de Cataluña.

En vísperas del fin de esta tragicomedia, tengo tres pensamientos: para los Jordis, que pagan con la privación de libertad en Soto de Real los platos rotos del 20 de septiembre; para la gente que fue agredida y que se lo pasó mal en la defensa de las urnas del 1-O; y para todos aquellos que han comprado el billete para viajar a una Cataluña independiente, rica y llena, estado propio de la Unión Europea y con asiento propio en la ONU. Todos ellos son las grandes víctimas de este gran experimento de ingeniería política y social, que nos ha dejado emocionalmente exhaustos y del cual, acabe como acabe, tardaremos muchos años en poder remontar.

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