«¡Viva la tierra, muera el mal gobierno!»

Por debajo del enorme barullo mediático y político que ha creado el proceso de independencia de Cataluña, hay una constatación irrefutable: la derecha catalana (representada por CiU-PDECat) y la derecha española (representada por el PP) escenificaron una ruptura en 2012, pero cinco años después continúan manteniendo el poder en los gobiernos de la plaza de Sant Jaume y de la Moncloa. Y esto, al fin y al cabo, es lo que cuenta.

Coincidiendo con el momento más grave de la crisis económica y de máxima desestabilización social, Mariano Rajoy y Artur Masllegaron a la presidencia del gobierno central y de la Generalitat, respectivamente, y se apoyaron mutuamente para aprobar las leyes más anti-sociales y los recortes más severos. Una vez aplicados los hachazos neoliberales, se promovió un teatral proceso de «ruptura» España/Cataluña (que, más allá de las gesticulaciones, no se ha producido) y una deliberada exacerbación del sentimiento nacionalista e identitarioque tiene como grandes beneficiarios políticos… a Mariano Rajoy y a Carles Puigdemont, el sucesor de Artur Mas, que tienen garantizada –si quieren- su reelección.

La gran damnificada de esta operación de Estado es la izquierda española y catalana, que ha quedado desorientada, rota, dividida y debilitada durante una larga temporada. Con las pregonadas leyes progresistas que tocan los intereses inmutables de los grandes poderes fácticos y que ha aprobado en los últimos meses el Parlamento de Cataluña -supuestamente «prisionero» de la CUP- no hay problema: el Tribunal Constitucional (TC) las ha suspendido todas.

A la gente se la ha distraído con banderas y proclamas patrióticas, pero las grandes cuestiones de fondo no se han tocado. Al contrario, los poderes fácticos han conseguido consolidar sus posiciones, con la excusa que no son «el tema» que se nos presenta como esencial: la independencia de Cataluña vs. la unidad del Estado español. Mientras discutíamos, nos desgañitábamos y nos movilizábamos por el proceso, todo continúa igual o peor:

*Las escuelas privadas que segregan por sexo continúan cobrando las subvenciones públicas

*La empresa Iberpotash, que ha provocado el desastre ecológico más grande de Cataluña, ha obtenido el aval del Parlamento para continuar contaminando
*Se continúan abriendo macrogranjas de cerdos y permitiendo que los nitratos de los purines empozoñen las aguas freáticas de medio país
*Las tres centrales nucleares, que están a punto de caducar su concesión, están gestionando con el gobierno español la ampliación del periodo de explotación durante 20 años más
*De las autopistas de peaje, que tendrían que pasar a ser gratuitas en los próximos meses, nadie en habla
*La Generalitat revaloriza especulativamente los terrenos de Port Aventura que fueron expropiados a los agricultores para hacer grandes hoteles y casinos
*El sistema bancario continúa su proceso voraz de concentración y los últimos damnificados han sido los accionistas y bonistas del Banco Popular

Yo desciendo de una familia agricultores y me considero muy arraigado a la tierra del Anoia donde nací. Por eso, soy periodísticamente muy sensible a la problemática del campesinado y me alegré cuando todas las competencias sobre este sector fueron transferidas, hace casi 40 años (!), a la Generalitat. Tengo que decir, con gran pesar, que mis esperanzas han quedado frustradas.

Los pueblos agrícolas y las masías se mueren. La agricultura es una ocupación cada vez más residual y el envejecimiento de la población está extinguiendo esta actividad tradicional. Es cierto que hay sectores como la ganadería intensiva que viven una fuerte expansión, pero están manos de grandes corporaciones industriales y tienen un impacto ecológico catastrófico. Sin ninguna manía, la Generalitat ha abierto las puertas a los productos transgénicos –rechazados en toda Europa- que provocan un incierto desequilibrio en los ciclos naturales. Ambiciosos proyectos de infraestructura de regadío como los canales Segarra-Garrigues o Algerri-Balaguer han acabado manchados por la corrupción y el escandaloso derroche de dinero público.

La carencia de planificación ha hecho que haya sobreoferta de determinados productos agrarios y que los precios que los intermediarios pagan a los campesinos sean por debajo de coste, provocando su indignación y su ruina. El histórico movimiento cooperativista catalán está en decadencia, ante la descarada promoción gubernamental de los intereses empresariales privados. La imparable despoblación del mundo rural también afecta a los bosques, muy abandonados, y provoca que la fauna salvaje esté fuera de control y dañe los cultivos.

Estos días, los sindicatos agrarios y las cooperativas han hecho un llamamiento para que los tractores vuelvan a salir a las carreteras en señal de protesta. Es una imagen potente. ¿Se han manifestado, como han hecho en otras ocasiones, contra los gravísimos problemas estructurales que amenazan al sector en Cataluña? No. Lo han hecho en apoyo del referéndum de independencia que promueve el gobierno de la Generalitat.

Uno de los efectos inmediatos que tendría una hipotética secesión de Cataluña sería, como ha reiterado Bruselas, la automática exclusión de nuestro territorio de los tratados de la Unión Europea. Si tenemos en cuenta que las explotaciones payesas dependen, en gran medida, de las subvenciones que reciben de la PAC y que la Generalitat es quien tiene asumidas las competencias en materia de agricultura y ganadería resulta, objetivamente, chocante que la ira del campo catalán se dirija contra «Madrid», que pinta muy poco o nada en el día a día de este sector.

«¡Viva la tierra, muera el mal gobierno!» fue el grito de los segadores en la revuelta de 1640 contra el conde-duque de Olivares y el rey Felipe IV. Los agricultores catalanes de hoy tienen muchos motivos para volver a clamar «¡Viva la tierra, muera el mal gobierno!», pero tendrían que empezar por plantar sus tractores en el parque de la Ciutadella, ante el Parlamento de Cataluña, y en la Zona Franca, ante las instalaciones del mercado mayorista Mercabarna.

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