El hemiciclo medio vacío

La imagen más impactante, para mí, del Parlamento de Cataluña estos pasados días 6 y 7 ha sido la del hemiciclo medio vacío a la hora de producirse la aprobación, con los votos de Junts pel Sí y la CUP, de las llamadas leyes de desconexión (la ley del referéndum y la ley de transitoriedad jurídica). Los diputados de Ciutadans, PSC y PP han optado por abandonar sus escaños antes de hacerse partícipes de la votación de estos dos textos, que certifican la estrategia de ruptura con la España constitucional que ellos defienden.

Las elecciones del 27 de septiembre de 2015 otorgaron un 47,8% de los votos a las dos candidaturas que propugnaban la secesión, a pesar de que suman la mayoría absoluta del Parlamento con 72 escaños. Cataluña Sí Que Es Pot (CSQP) se ha desmarcado del bloque independentista, desbaratando los esfuerzos que se han invertido en los últimos meses para acentuar sus contradicciones internas y dividirlos. Y es en nombre y representación de este 47,8% que el presidente Carles Puigdemonthijo de Artur Mas y nieto de Jordi Pujol- ha decidido tirar adelante y provocar, de entrada, que el hemiciclo del Parque de la Ciutadella haya quedado medio desierto, en señal de protesta, cuando se ha procedido a las votaciones de las dos leyes de desconexión.

A una sociedad plural, mixta, interconectada y europea como es la catalana se le ha inoculado el virus de la división identitaria, nos hemos intoxicado y las consecuencias son inevitablemente lamentables para todo el mundo. Es pertinente recordar que la historia de Cataluña se caracteriza, a lo largo de los siglos, por la capacidad endémica de dividir el país y de pelearnos. Trastamaristas vs. urgelistas, la busca vs. la biga, nyerros vs. cadells, austriacistas vs. borbónicos, carlistas vs. liberales, republicanos vs. monárquicos, anarquistas vs. comunistas, convergentes vs. socialistas… Y ahora, independentistas vs. no independentistas.

En el mundo de 2017, los humanos tenemos tres prioridades urgentes que amenazan nuestro progreso y bienestar: la lucha contra el cambio climático, la lucha contra las aberrantes desigualdades sociales que ha dejado la crisis financiera del 2007 y la lucha contra los fanatismos (sean religiosos o políticos). Cataluña no es una isla y tenemos que concentrar nuestras energías individuales y colectivas en avanzar hacia estos hitos de civilización.

Más allá de los ríos de tinta que hace correr, la ruptura que hemos vivido estos días en el Parlamento es, desde esta perspectiva, estéril. La maquinaria judicial del Estado, lenta pero implacable, aplastará sin contemplaciones a los adalides del movimiento secesionista catalán –a los actuales y a los que puedan venir a sustituirlos- y los coserá con multas e inhabilitaciones, hasta que se cansen y/o se arruinen. Europa, encabezada por Angela Merkel y Emmanuel Macron, tiene un ambicioso proyecto entre las manos y no permitirá que una hipotética independencia de Cataluña pueda desatar un efecto contagio que pueda sabotearlo.

Los orígenes del problema catalán no están en 1640 ni en 1714 ni en 1939 ni en 1978: hay que buscarlos en el lejano 31 de mayo de 1410, cuando el rey de la Corona de Aragón, Martí el Humano, murió sin dejar descendencia. En el turbulento periodo que va entre aquella fecha y el 24 de junio de 1412, cuando el Compromiso de Caspe entronizó como nuevo monarca de la Corona el castellano Fernando de Antequera frente al pretendiente Jaume II de Urgell –el mayor terrateniente de Cataluña- es cuando se juega, realmente, nuestro destino. Aquí está el verdadero nudo del conflicto que, a lo largo de los siglos, se ha ido transmutando y perpetuando, provocando un cíclico enfrentamiento entre Cataluña/España y entre los mismos catalanes.

El veneno de la discordia que se sembró en la guerra civil de 1410-12 es, «mutatis mutandis», el mismo que volvemos a vivir en la actualidad con el proceso independentista, impulsado a raíz del procesamiento e incapacitación de Oriol Pujol –el heredero de la dinastía pujolista al trono de la Generalitat- por su implicación en el caso de corrupción de las ITV. Han pasado 605 años desde la guerra de sucesión que selló en falso, como se ha visto, el Compromiso de Caspe. ¡605 años! ¿No sería hora de reflexionar entre todos y enterrar, de una vez por todas, esta anacrónica lucha cainita y centrarnos, liberados de los viejos fantasmas del pasado, en el presente y en el futuro?

El nacionalismo identitario y el socialismo estatista fueron las dos grandes plagas ideológicas del siglo XX y provocaron los genocidios más escalofriantes que ha conocido la historia de la humanidad sobre la Tierra. Las lecciones de aquella catástrofe hacen que hoy los países civilizados rehuyan de los extremismos y de los experimentos de ingeniería social. Lo hemos constatado en Francia, el gran laboratorio político europeo: con la elección de Emmanuel Macron, los franceses han enterrado la esquemática división derecha/izquierda y han rechazado la tentación nacionalista/populista que encarnaba Marine Le Pen.

En Cataluña necesitamos una tercera vía que supere la dialéctica diabólica entre trastamaristas y urgelistas: una gran fuerza política que supere la pulsión guerracivilista que, como el viejo topo de Karl Marx, pero en clave identitaria, recorre nuestra historia desde hace seis siglos. Sin renegar de nuestro pasado, pero sin ser prisioneros de él, tenemos que buscar y encontrar la síntesis que nos propulse, decididamente, hacia los grandes retos estratégicos que nos plantea el proyecto de construcción europea.

El desgaste y la inviabilidad de la apuesta secesionista y la absurdidad de enfrentar –eventos deportivos a banda- Barcelona con Madrid nos ha dejado exhaustos. Pero, a la vez, está creando un enorme vacío sociológico y político que espera que alguien venga a llenarlo y a liderarlo con una propuesta que sintonice con las prioridades de la sociedad catalana del siglo XXI.

El neofranquismo es absolutamente marginal en Cataluña y en España y no cuenta para nada, por mucho que desde el campo secesionista quieran excitar y sobredimensionar este papus. El PP tiene la representación que tiene en Cataluña y su marca electoral ha quedado tocada para siempre por su hostilidad hacia la reforma del Estatuto del 2006. Ciudadanos ha querido hacer de contrapeso frontal del independentismo y ha caído en excesos identitarios españolistas que rozan con el populismo excluyente.

Hay una enorme bolsa de votantes exconvergentes, exdemocristianos, socialistas y de Iniciativa (sin el aventurerismo de Podemos) que constituyen el grueso sociológico de Cataluña y que podrían reunirse alrededor de una nueva fuerza política mayoritaria capaz de vertebrar, sin ánimo revanchista, a los no independentistas. La maniobra de infiltración de los exPSAN (y sus derivadas) en Esquerra Republicana y en la CUP ha sido exitosa, hay que reconocerlo, pero ha llevado a Cataluña a un cul de sac donde sólo hay lugar para la espiral alocada y suicida de la acción/represión.

Después de los hechos de septiembre y de la imagen impactante del hemiciclo medio vacío, parece evidente que hay que emprender la tarea de elaborar y dar una esperanza verosímil y constructiva a la perpleja y magullada sociedad catalana. Una fuerza decididamente ecologista para combatir el cambio climático; una fuerza que luche por la dignificación de las condiciones de vida de las personas (los mercados están inundados de dinero, pero no llegan a la base de la pirámide); una fuerza que trabaje, desde la catalanidad normalizada, por la plena integración y la cohesión social de las minorías y de los migrantes.

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