La banalidad del mal

Ha dicho el incombustible Alberto Fernández Díaz que Barcelona tendría que priorizar a la hora de acoger refugiados y que los primeros de la lista tendrían que ser los cristianos porque son los más perseguidos. Yo esperaba que después de estas declaraciones tan desafortunadas las iras celestiales caerían sobre él en forma de rayo justiciero, pero no ha habido suerte y tendremos que seguir soportando estoicamente la ignorancia mental del martillo de herejes popular. Con gran resignación propia de estas fechas de penitencia interpreto la falta de castigo divino de dos formas posibles: o las divinidades están tan ocupadas que no quieren perder el tiempo con chorradas o en realidad los dioses no existen. Que cada uno escoja la opción que más le convenga. Yo ya hace tiempo que lo hice.

Siempre me ha desagradado poner etiquetas a las personas y todavía más establecer grupos de buenos y malos basándome en la religión, nacionalidad, orientación sexual, ideología o clase social como defiende este destacado miembro del rancio nacionalcatolicismo patrio. Priorizar un determinado grupo de personas significa discriminar a otro y eso no sólo es poco cristiano, sino que es un atentado contra los derechos humanos. Como buen hijo de franquista, Fernández sabe de la banalidad del mal. Sin embargo, no sólo no ha rectificado un argumento que ya aplicaron los nazis a los judíos, gitanos, comunistas, homosexuales, polacos, republicanos y otros colectivos de supuestos indeseables, sino que está muy satisfecho porque este nuevo episodio de incontinencia verbal vuelve a quedar impune.

En los países más o menos civilizados, declaraciones xenófobas como las manifestadas por el dirigente popular son consideradas delitos de odio y perseguidas con todo el peso de la ley. Sin embargo, como aquí somos de todo menos civilizados, resulta que un político puede decir burradas como ésta y seguir cobrando el sueldo y ocupando un cargo público sin que nadie le exija que dimita. Este hecho me duele mucho más porque hace pocos meses miles de personas llenamos el centro de Barcelona en apoyo de los refugiados de todas las guerras del mundo y exigimos al gobierno Rajoy que dejase de poner trabas a las políticas de acogida.

Si no teníamos suficiente con los espantosos dramas de la guerra que se eterniza en Siria, estos días nos empiezan a llegar testimonios escalofriantes de lo que está pasando en Libia, inmersa en un régimen de caos y violencia desde la muerte del psicópata Gadafi y la destrucción del país norteafricano por los bombardeos franceses e ingleses. Según los primeros informes de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), un organismo que depende de la ONU, los mercados de esclavos se han vuelto a poner de moda y se alimentan de desplazados de otros países africanos que se han quedado sin recursos para pagar a las redes de traficantes y continuar con el periplo desesperado en busca de la inexistente tierra prometida.

Supongo que al hermano del exministro que condecoraba a vírgenes y ordenaba disparar contra seres humanos en la playa del Tarajal esta noticia le debe parecer irrelevante. Si ha de tener su privilegiado cerebro entretenido en alguna actividad intelectual mejor hacerlo aplaudiendo la gesta de los legionarios cantando Soy el novio de la muerte a niños enfermos de cáncer, celebrando que la rojigualda ondea a media asta por la muerte de Jesucristo o exigiendo mano dura contra los manteros senegaleses. Una sociedad que permite que personajes como este se perpetúen en cargos públicos es indigna de erigirse en abanderada de los derechos humanos.

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