El club de las tres pes

A veces las redes sociales las carga el diablo porque amplifican las barbaridades dialécticas de descerebrados. Los trabajadores de El Periódico lo saben muy bien porque han sido los últimos en experimentar en propia carne cómo puede llegar a ser de mezquino y despreciable el ser humano cuando se le da una plataforma donde airear su podredumbre mental. En pleno proceso de desmantelamiento de su diario –con despidos y rebajas de sueldo como aperitivo de lo que, yo aviso, ha de llegar- han querido lanzar su drama particular a los cuatro vientos para recibir apoyo, ni que sea moral, de una sociedad teóricamente cada vez más sensibilizada con el abuso de poder y las injusticias.

Sin embargo, la respuesta de la caverna independentista hiperventilada a base de insultos por la línea editorial y de deseos de que el rotativo cierre y todos se queden sin trabajo por españolistas los ha dejado muy descolocados. Y es que acusar a un diario de tendencioso por seguir una línea política que no es la tuya es de estúpidos y más cuando la existencia de los medios de comunicación catalanes y de toda la prensa escrita barcelonesa no se entiende sin el control político y las subvenciones públicas. Es este control descarado, heredado del franquismo y ejercido con total impunidad al margen del color ideológico, el que ha hecho posible hacer pasar comisarios políticos por periodistas y promocionar a redactores mediocres en puestos de responsabilidad por el mero hecho de tener carnet.

No diré nombres porque ahora no viene al caso ni tampoco tengo ganas de buscarme más enemigos de los que ya tengo, pero la lista es larga. Digamos que fui testigo de esta práctica tan antidemocrática durante mis años como redactora del diario Avui y sé que las puertas giratorias entre instituciones, partidos políticos y medios no han parado nunca de moverse gracias a una legislación hecha a medida para controlar a la opinión pública. Un periodismo verdaderamente crítico con el poder tendría que poder dotarse de un régimen de incompatibilidades que regulase este trasvase descarado, igual que hay un código deontológico para tratar temas como la violencia machista. Ya sé que pocas veces se cumple, pero como mínimo existe.

Recuerdo que hace unos años, cuando el mundo del periodismo todavía disfrutaba de glamur y las plantillas tenían buenos sueldos y contratos fijos, los periodistas de mi generación soñábamos con acabar trabajando en los tres diarios más importantes de Barcelona porque sus redactores podían coger taxis a cargo de la empresa, tenían las comidas pagadas y, cuando viajaban, lo hacían en clase business, se alojaban en hoteles de cinco estrellas y las suculentas dietas disponibles les permitían comer con un vino que costaba el triple de lo que me pagaba mi diario por día de trabajo. La vida regalada de estos patricios de la profesión era envidiable a ojos de los aprendices aunque de tanto en tanto les pasase factura por los excesos.

Por ironías de la vida, uno de estos privilegiados cometió el error de venir hace poco a una de las cenas que de tanto en tanto celebramos un grupo de amigos periodistas para hacer terapia y premiar al más desgraciado de todos. Lo hizo invitado por uno de los miembros de nuestro cada día menos exclusivo club de las tres pes –periodistas precarizados a perpetuidad- y no paró de lamentarse del nuevo recorte del sueldo y de las terribles condiciones laborales a las que está siendo sometido, comenzando por el régimen de terror que la incertidumbre de ser despedido en cualquier momento ha generado en una redacción acostumbrada a la buena vida.

Su historia no me conmovió porque los siete años que llevo trabajando a destajo y encajando putadas de colegas me han convertido en una mala persona. Este llorón que nos pedía comprensión era el mismo que un día –hacía poco que yo había perdido el trabajo con el primer ERE y estaba en estado de shock- me escupió en la cara que mi diario se merecía cerrar porque era un panfleto convergente. Entonces ni él ni yo sabíamos que el devastador tsunami no hace distinciones entre patricios y plebeyos, y que las imparables olas ahora embisten con fuerza a los medios que un día fueron sinónimo de paraíso. Es bueno saber que la solidaridad entre castas es un cuento de hadas para que el golpe no resulte tan doloroso.

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