La incierta paz

Palestina y sus cumbres y conferencias internacionales se han vuelto un monótono déjà vu. Un bucle perverso que, a lo sumo, sólo merece una gélida nota en las interioridades de la sección internacional, engullida, además, por el marasmo trágico de Oriente Medio.

Hace dos semanas, más de setenta países se reunían en París para intentar reactivar el agotado proceso de paz. Ausentes israelíes y palestinos, el ministro de Defensa israelí, el ultraderechista Avigdor Lieberman, definió la cumbre como un «nuevo caso Dreyfus«. El encuentro pasó casi desapercibido y los medios dictaminaron: «Cumbre simbólica«.

El mes pasado, el 23 de diciembre, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ratificaba una resolución (Resolución 2334) que declaraba ilegales los asentamientos israelíes en los territorios ocupados. Catorce de los quince miembros del Consejo de Seguridad votaron contra Israel y Estados Unidos -el último exabrupto de Obama- se abstuvo. La reacción del presidente Netanyahu no se hizo esperar: «El comportamiento del Consejo de Seguridad es vergonzoso» y, dos semanas después, iniciaba la construcción de tres nuevos asentamientos en Jerusalén Este.

En octubre pasado, la UNESCO aprobaba una resolución sobre Jerusalén condenando «las medidas ilegales contra la libertad de culto y acceso de los musulmanes a la mezquita de Al-Aqsa». Resultado: Israel suspendía ipso facto la cooperación con esta organización. «La UNESCO ha perdido la poca legitimidad que le quedaba», declaraba el presidente Netanyahu.

«Nuestro futuro no depende de lo que digan los goyim [los no judíos], sino de lo que los judíos haremos«. La frase es de Ben Gurion, uno de los fundadores del estado de Israel, en respuesta a una desfavorable resolución de Naciones Unidas alrededor de los años 50 y que sintetiza el endémico desprecio bastante extendido en Israel hacia los organismos internacionales, especialmente la ONU. «Este es un lugar de sombras para mi país», espetó el actual presidente Benjamin Netanyahu en una intervención en la sede de Naciones Unidas el 2011.

Por el tortuoso camino de la imposible paz han quedado una docena de resoluciones de las Naciones Unidas, nunca escuchadas ni respetadas, que tratan del regreso de los refugiados, del carácter racista del sionismo, de la retirada de los territorios ocupados, de la ilegalidad de los asentamientos, de la anexión ilegal de Jerusalén… Así pues, los palestinos tampoco tienen demasiados motivos para confiar en eso que se denomina comunidad internacional. Desde la Declaración Balfour de 1917 -génesis del hogar judío en una Palestina con un 90% de árabes- hasta hoy, la humillación, el dolor y la derrota han acompañado al pueblo palestino. Entremedias, el Holocausto, la mayor infamia que ha vivido la humanidad, consolidó un Estado de eterna memoria y fortaleza inexpugnable. El sionismo se convertiría en la doctrina del nuevo estado.

Hoy, el 68% del pueblo palestino tiene la condición de refugiado. Más de cinco millones de palestinos –de los que un millón y medio vive en campamentos- repartidos por Jordania, Siria, Líbano y Gaza, principalmente, descendentes de la limpieza étnica -750.000 expulsados de sus hogares entre 1947 y 1949- perpetrada por las milicias judías. El necesario regreso de los refugiados, exigencia palestina, es, simplemente, inadmisible para Israel.

Mientras tanto, crece y crece el número de colonos en Cisjordania y Jerusalén Este, actualmente unos 900.000, poco más o menos. Los asentamientos se extienden inexorables por el mapa en una política premeditada y estratégica, a pesar de las resoluciones de Naciones Unidas y los Acuerdos de Oslo de 1993. La viabilidad de un Estado palestino en Cisjordania ha devenido una entelequia y las fronteras del 1967 se han alterado sustancialmente. La simple cotidianeidad es imposible. Hay 532 puntos de control, checkpoints y muros de todo tipo que hacen que un ciudadano palestino tarde siete horas en cruzar Cisjordania. Un ciudadano israelí hará el mismo recorrido en treinta minutos.

Y para acabar de liarla, la primera declaración del presidente Trump de trasladar la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén añade más argumentos a la paz imposible. Una eventualidad, ésta, anunciada ya hace años. Al fin y al cabo, Trump da cumplimiento a una ley aprobada por el Congreso de los Estados Unidos en 1995 que reconocía Jerusalén como la capital del estado de Israel y decretaba «el traslado de la embajada antes del 31 de mayo de 1999».

Entonces ¿es posible la paz? Actualmente, la polémica se centra en la condición del nuevo estado que pueda emerger: un estado binacional o dos estados. ¿Es viable un estado palestino en un territorio descuartizado y sin continuidad, rodeado, sin acuíferos, con las mejores tierras de cultivo secuestradas, sin su capital? ¿Es posible actualmente un estado donde convivan los dos pueblos en armonía e igualdad de condiciones? Hay una alternativa, sin embargo, que pertenece al dominio de los sueños secretos del sionismo más desbocado: la restauración del histórico emirato de Transjordania, con la consiguiente transferencia de la población árabe que ahora usurpa las sagradas tierras de Samaria y Judea. El primer paso hacia el Eretz Israel.

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