El todo y las partes

Seguramente, sociolingüistas y especialistas afines tendrán alguna respuesta precisa a la propensión a la generalización, especialmente en lo que a los grupos humanos se refiere. Pero lo cierto es que en la práctica abundan quienes no solo siguen empeñados en confundir las partes con el todo, sino en sacar de ello las correspondientes consecuencias. Es decir, en tomar el rábano por las hojas.

Algo de esto parece, por ejemplo, desprenderse de la lectura de La desfachatez intelectual de Ignacio Sánchez Cuenca que, en su afán por desenmascarar el «campanudo» (nunca mejor dicho) discurso «del dolor compartido por España» de Fernando Savater, Félix de Azúa, Javier Cercas, Antonio Elorza, Arcadi Espada, Antonio Muñoz Molina y demás, transmite una visión de la periferia un tanto genérica o global, que no es la que tenemos muchos de los que habitamos en estos territorios.

Puede ser cierto que la generalización contribuye a hacer más comprensibles las cosas y, en todo caso, resulta evidente que el lenguaje cotidiano, no le demos más vueltas, es el que es. Así las cosas ¿qué tiene de extraño que hablemos, verbigracia, de los escoceses, los vascos, los catalanes en general, cuando nos estamos refiriendo a una parte de los escoceses, los vascos o los catalanes? Y más todavía cuando lo hacemos, digamos desde la distancia. Estamos acostumbrados vascos y catalanes a que frecuentemente se nos interpele con cosas como «¿queréis separaros de España?», sin preguntar previamente de qué pie cojeamos.

Es conveniente y saludable, sin duda, denunciar el nacionalismo español, que disfrazado de antinacionalismo periférico y otras cosas, parece no existir. Pero tal cosa pierde sentido si se hace desde los otros nacionalismos o se fundamenta en una visión plana de las realidades periféricas. El País Vasco, como Cataluña, España o Filipinas son categorías genéricas, que nos sirven para entendernos sobre ciertas cosas y que también nos confunden al tratar de entender otras. Son, en definitiva, una abstracción de realidades que se van revelando cada vez más complejas a medida que nos aproximamos a ellas.

Cuando Ignacio Sánchez-Cuenca habla de Cataluña, lo hace en ocasiones desde una mirada usual, explicable desde luego si se hace, digamos, desde el centro y más si se trata con ello de desmontar el cachivache ideológico de la opinión nacionalista española. Pero a estas alturas también resulta una necesidad perentoria separar el grano de la paja, que empieza por entender que tanto en Cataluña como en Euskadi, el «conflicto» -así, en genérico, como lo denominan los nacionalistas de Bildu- está planteado, en primer lugar y sobre todo entre los propios catalanes y vascos, como así ponen de manifiesto los resultados en las decenas de ocasiones en que los electores han acudido a las urnas.

Y la cosa no viene de hoy. A lo largo de tres guerras, carlistas y liberales vascos se dedicaron a matarse entre sí por una causa dinástica y, con anterioridad, durante buena parte de la Edad Media, a lo mismo, entre oñacinos y gamboinos. En Cataluña, tres cuartos de lo mismo, si se tiene en cuenta algo tan elemental como que el famoso 1714 no fue sino parte de una guerra dinástica, como su propio nombre indica, en la que una parte de Cataluña -incluida la enormidad de la Iglesia Católica- estaba en un bando y otros catalanes en otro. No fue una guerra de Cataluña contra España, entre otras cosas porque ni Cataluña y España existían como tales. Y produce sonrojo que a estas alturas haya gente, como los profesores Fontana y Pisarello, que siguen proclamando que a Cataluña le fue arrebatada su soberanía por la fuerza en la guerra de Sucesión.

En cualquier caso, no deja de resultar comprensible que haya gente que desde fuera hable, para bien o para mal, de Cataluña y Euskadi como un todo, sin diferencias ni fisuras, si en Cataluña y Euskadi se hace lo mismo refiriéndose a España y a los españoles. Para muestra, un botón: «¿Qué os pasa españoles? ¿Estáis enfermos? (…) Quienes no amen a Cataluña, que se marchen. Ya estaremos a tiempo de darles la llave -el duro no se lo daremos, que ya lo hemos hecho durante más de 300 años- para que se marchen. La independencia se la daremos nosotros a ellos», dice entre otras lindezas el contrapregonero nacionalista de la fiesta barcelonesa de La Mercé, el actor Toni Albá, quizá queriendo así justificar aquel precepto romano que consideraba la mera salida a escena de un ciudadano para que fuera tachado de infame.

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