Por unos Juegos Olímpicos sin himnos ni banderas

Entre los años 776 antes de Cristo y 393 después de Cristo, la ciudad griega de Olimpia acogió unas competiciones deportivas que sirvieron de modelo para la creación de los Juegos Olímpicos impulsados por el francés Pierre de Coubertin. En Olimpia, evidentemente, los atletas participantes no competían en representación de países diferentes. En cambio, en los primeros Juegos Olímpicos modernos, celebrados en 1896, en Atenas, ya participaron delegaciones por países.

Desde entonces, cada edición de los Juegos se convierte en un exhibicionismo de banderas e himnos que molesta a la vista y que contrasta con el lema que identifica el encuentro deportivo: «Lo importante no es ganar, sino participar«. Ganar es muy importante y exhibir orgullo patriótico cuando se alcanza una medalla es obligatorio. En Río de Janeiro, el ciclista Bradley Wiggins dejó atónito a medio mundo cuando sacó la lengua mientras sonaba el himno británico que premiaba el oro conseguido por su equipo en la competición de persecución. Fue un gesto que hay que agradecer. Tanta profusión de llantos al oír el himno nacional y tantas vueltas de honor en las pistas deportivas exhibiendo la bandera del país al que se representa choca con la voluntad solidaria y desinteresada en la que se supone que se basan los Juegos Olímpicos.

Estos días hemos visto actitudes patéticas. Debates envenenados en las redes sociales a raíz de que el actor Willy Toledo calificara de ‘gusano’, ‘rata’ y ‘pobre hombre’ al atleta Orlando Ortega, medalla de plata en los 110 metros vallas, porque no quiso celebrar su éxito con la bandera de Cuba, país donde nació. El diario ‘El Punt Avui’ señalando el país de todos los participantes en una competición y dejando en blanco el que correspondía a la nadadora Mireia Belmonte. Deportistas que son de Badalona o Lleida si ganan medallas y españoles si no las consiguen. Narraciones excesivamente apasionadas de los locutores –los españoles en cabeza de ese pelotón- si los deportistas de su país conseguían algún éxito. Países grandes que se llevan la mayoría de las medallas. Países pequeños, como Kosovo, que convierten en heroína nacional a la judoka Majlinda Kelmendi, por ganar una medalla de oro. Países ricos que se hinchan de medallas. Países empobrecidos que deben conformarse con las hazañas de los corredores de fondo o de los luchadores de boxeo o judo.

Banderas y más banderas. Himnos y más himnos.

¿Cómo se podría organizar unos Juegos Olímpicos donde compitieran verdaderamente atletas y no países?

Evidentemente, la alternativa no puede ser que los atletas compitan en representación de marcas comerciales. Pasaríamos del nacionalismo trasnochado al imperio de las multinacionales.

¿Y competir en representación de ciudades? Se podría contemplar pero con el compromiso de que el patriotismo de ciudad no sustituya al patriotismo estatal.

Démosle unas cuantas vueltas. Mientras tanto, podríamos suprimir la izada de banderas y la interpretación de himnos nacionales cuando se entregan las medallas.

La competencia entre países debe dejar paso a la fraternidad mundial. También en el ámbito del deporte.

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