Efecto Otegi

La salida de Arnaldo Otegi de la cárcel ha levantado algo de oleaje político, sobre todo en aguas del nacionalismo vasco y catalán. Es natural, tras cumplir seis años de una pena con visos de ejemplaridad y escarmiento. Harina de otro costal resulta el afán de instrumentalizar el acontecimiento y la propia figura de Otegi, en aras de la causa independentista.

De la natural pulsión de la política a interpretar las cosas en interés propio, los nacionalistas saben mucho. No en balde instituye los afectos, las sensaciones, las querencias (sentimientos) en fundamento ideológico. Aquello que el escritor vasco Bernardo Atxaga llama «patria», entendida como la infancia, como el primer momento en que capturamos y procesamos lo que nos rodea. Este y no otro es el contexto en el que el nacionalismo ha colocado el fin de la condena de Otegui, no exento de una aureola artificiosa.

Desde el encarcelamiento de Otegi han pasado seis años y muchas cosas, entre ellas (la principal para Euskadi) que ETA abandonó la lucha armada. Por eso, no dejan de chirriar comparaciones como la que intentan asociarle al presidente del Sinn Fein, Gerry Adams, cosa que si pudiera haber tener algún sentido en 1998 (Acuerdos de Viernes Santo), carece de fundamento 18 años después. En su momento, Adams fue la figura central en los pactos que acabaron con la guerra civil en Irlanda de Norte y se mencionó la posibilidad de que Otegi pudiera asumir un papel similar en el País Vasco. Aquello no ocurrió y ahora Otegi sale de prisión no para negociar un acuerdo de paz sino, sencillamente, para incorporarse a una sociedad que está superando un trauma de violencia política.

También resulta algo exótico vincular a Otegi con Mandela. Ni Euskadi es Sudáfrica, ni el apartheid el contencioso vasco; ni, desde luego, el político vasco el líder africano. Se interpretó que la bolsa en la que Otegi llevaba sus pertenencias a la salida de la cárcel de Logroño, con los colores de la bandera sudafricana, constituía un guiño político y puede que así fuera. Cada uno tiene todo el derecho a identificarse con quien quiera. Lo raro es cuando son otros los que crean ese lazo, como es el caso de Hasier Arraiz, presidente de Sortu, cuando en un acto público de su partido dijo que «en el imaginario colectivo de mucha gente en Euskal Herria subyace el sueño de que aquí como allí (Sudádfrica) se pueda ver algún día al dirigente de la izquierda abertzale Arnaldo Otegi como el lehendakari de una Euskal Herria independiente».

El acompañamiento a Otegi en Logroño (no muy concurrido), el recibimiento en Elgoibar, su pueblo; y el homenaje de Anoeta (multitudinario) responden cabalmente a la escenografía abertzale (dantzaris, trikixa y zanpantzar, incluidos), todo hay que decirlo, un tanto rancia. Sin embargo, ese marco mágico prefabricado, no pudo ocultar que Otegi se incorpora a una Euskadi muy diferente a la que dejó cuando fue encarcelado. Los vascos, que durante mucho tiempo estuvieron atrapados en el debate nacionalista, a estas alturas de 2016 están bastante más preocupados por cuestiones tan pragmáticas como el trabajo, la salud, la educación, el medio ambiente, la democracia… Por todo eso, en fin, que constituye el núcleo duro de nuestra razón de ser. Y, en tal sentido, Otegi no es más que un ciudadano que se incorpora al devenir social (con todos los derechos, sin duda); un dirigente político, cuyo partido dispone de plena soberanía para nominar a sus representantes y una persona que, sin duda, puede contribuir a cerrar algunas de las heridas que aún tiene abiertas Euskadi como, por ejemplo, el abandono formal de las armas por parte de ETA y la cuestión de los presos.

Pero lo más llamativo del efecto Otegi no tiene lugar en el País Vasco (donde por cierto el independentismo se ha reducido al 19%), sino al otro lado del mapa, en Cataluña. Ansioso quizá de liderazgos, el independentismo catalán ha intentado echar la casa por la ventana con la puesta en libertad de Otegi. Lejos de interpretarla como un acontecimiento en línea con la normalidad democrática, se ha sumado (con bastante complejo) a la comitiva y haciendo honor al runrún que desde hace tiempo circulaba por Cataluña, según el cual Otegi sería, además del próximo lehendakari de Euskadi, el líder natural de los nacionalismos ibéricos sin Estado. Joan Tardá, Anna Gabriel, David Fernández, Lluís Llach, etc. están de peregrinación por Euskadi, quizá para intentar zurcir un frente secesionista. Lo malo para ellos es que el secesionismo está de capa caída por Euskal Herria y, encima, todo esto no le gusta ni un ápice a Convergencia Democrática de Cataluña, socio principal de la singladura independentista catalana.

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