Asamblea de corruptos

A la vez que Mariano Rajoy leía con voz de trueno un discurso lleno de falacias redactado por sus asesores, sus acólitos le aplaudían cuando el corifeo de turno, el jefe de la claque, les daba una palma como señal. Recordé mí época universitaria. Muchas tardes iba con mis amigos a los teatros, ‘de claque’, para ver los espectáculos sin pagar. La diferencia, entre los incondicionales de Rajoy y los estudiantes que aplaudíamos sin comprar entrada, era el interés. Una curiosidad cultural de conocer dramas de Arthur Miller, Tennesse Williams o Luigi Pirandello de una parte, y de otra el afán desmedido de los miembros del PP -los que llenaron el día de autos el hemiciclo del Senado-, para mantener sus prebendas y privilegios, muchos de ellos fruto de la corrupción.

 

El discurso más bien me pareció un texto dramático escrito por un sucedáneo de Valle Inclán que una prédica política. Cada frase, cada giro y cada palabra ocuparon su lugar exacto en el espacio y en el tiempo. Rajoy utilizó el teatro como método para alienar a su mayoría silenciosa. Dedicó su actuación a los pocos ciudadanos fieles y sumisos que le quedaban, los que todavía trabajaban sin rechistar bajo los módulos de producción capitalista rapaz, y consiguió, en parte, lo que quería: tranquilizar a las hordas de su partido y convertir a Luís Bárcenas en el único culpable de toda la maquinación mafiosa urdida para financiar ilegalmente al PP y enriquecer a sus dirigentes.

 

Presté mi atención a los corruptos que jaleaban al presidente de Gobierno cada vez que soltaba una frase memorable o repetía el latiguillo ‘fin de la cita’. La mayor ovación la obtuvo cuando dijo ‘me equivoque al mantener la confianza en alguien que no la merecía’ olvidando sus entusiastas alabarderos que ‘equivocarse’, en román paladino, es sinónimo de meter el cuezo, pringarla, dar un mal paso, meter la gamba, ir a por lana y salir trasquilado, trasoñar o hacerse de la picha un lío, premisas suficientes para poner su cargo a disposición del Parlamento. A mayor abundamiento cuando este error se difiere en el tiempo como aquí ha ocurrido adquiere la categoría de complicidad. Rajoy, como presidente del PP, fue cómplice o tal vez colaborador necesario de Bárcenas.

 

Pero las caras de alegría rayada en la imbecilidad de los compinches del presidente de Gobierno denotaban un total desconocimiento de lo que, irremediablemente, iba a ocurrir. Muchos de los políticos corruptos de la lista de Hervé Falciani –el ingeniero informático ex empleado de HSBC acusado de robar datos secretos-, se encontraban en el Parlamento, unos como diputados y otros como público. Todos ellos sabían que su nivel de vida e, incluso, su libertad pendían de un hilo llamado Rajoy y, por descontado, de un antiguo senador, amigo de todos ellos, convertido ahora en delincuente apellidado Bárcenas.

 

Por si lo han olvidado: Hervé Falciani, despechado por el mal trato recibido por el banco suizo en el que prestaba sus servicios, decidió publicar los nombres de los que depositaban el dinero en dicha entidad sin declararlo en sus países de origen. Fue procesado y perseguido por divulgar datos secretos. Pero como había más de 2.000 millones de euros no declarados a la Hacienda pública del Estado español, pidió asilo político a este país a cambio de entregar la lista. Aparecieron 529 españoles, la mayoría políticos, titulares de cuentas secretas del HSBC. El escándalo fue de órdago. Falciani declaró a los medios: ‘los nombres de las personas físicas son menos del 10% del total. Los que realmente cuentan son los nombres de las empresas interpuestas’. El ‘caso Falciani’ fue incluido en uno de los famosos artículos de Vicenç Navarro publicados en el New York Times, del que les dí cuenta en mi anterior artículo, reproducidos en muchos periódicos españoles.

 

Sin embargo la Audiencia Nacional extraditó a Falciani. El Gobierno de España instó a todos los corruptos de la lista a regularizar su situación con Hacienda. Unos lo hicieron: otros no. Muchos se encontraron hace pocos días jaleando a Rajoy en sede parlamentaria. Se sentían seguros. Según ‘eldiario.es’ Blanca de la Mata, esposa de Jesús Posada, actual presidente del Congreso, había blanqueado unos 180 millones de las antiguas pesetas a través de unos pagarés diseñados para eludir Hacienda. Posada, en un principio, confirmó la información aludiendo a la coyuntura de que estaba casado en régimen de separación de bienes. Después se retractó de sus propias palabras pero los hechos confirmaron lo publicado. Aún así Cospedal, Rato, Arias-Salgado, Cabanillas, Michavila, Tocino, Birulés, Acebes, Oreja y tantos otros de la lista de Falciani pensaron que si el propio presidente de la Cámara era sospechoso de corrupción no corrían ningún riesgo.

 

Aún así no sería justo meter en el mismo saco a justos y a pecadores. Estoy convencido de que en el Parlamento hay muchos políticos ajenos a la corrupción. Son los que en esa jauría humana de depredadores se limitan a cumplir su cometido con honradez, pudicia, honor y buen hacer. Para ellos no voy a pedir ninguna medalla porque se limitan a cumplir con su obligación. Creo que, a lo sumo, se merecen el reconocimiento público del deber cumplido.

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