Cada voto cuenta

Nunca hay garantías que los esfuerzos tendrán un efecto inmediato pero siempre hay que trabajar como si nuestros objetivos fueran posibles. La frase del teórico cultural Stuart Hall cobra sentido estos días en Estados Unidos donde el país vive inmerso en una ebullición social sin precedentes. Las elecciones han movilizado por primera vez en décadas a millones y millones de personas que aspiran a un cambio real en todos los ámbitos de sus vidas en un momento en que la globalización y la llegada de una pandemia global habían hecho perder la esperanza a grandes capas de la población.

Hace unas semanas, Angela Davis llamaba a votar por Joe Biden en una decisión que sorprendió a los sectores más a la izquierda de su país. “No podemos permitir que Donald Trump permanezca en el poder”, afirmaba contundente pero añadía una cuestión no menos trascendente. En un país con una desigualdad de ingresos creciente y con colectivos cada vez más segregados por clase, sexo y origen étnico, es más importante que nunca no perder la esperanza y trabajar por la justicia social como si fuera posible su realización.

Las elecciones en Estados Unidos llegan en un momento en que la irrupción de la Covid-19 ha sacado a la luz situaciones de precariedad intolerables para un país que sigue siendo el más rico del mundo. Las personas fallecidas en estos meses pertenecen en su mayoría a los colectivos con menos recursos donde la población afroamericana está sobrerrepresentada. Enfermedades crónicas, trabajos más expuestos al contagio y dificultades para acceder a una cobertura sanitaria se encuentran detrás de una pobreza y una desigualdad que ha provocado que miles y miles de personas mueran sin asistencia. La Universidad de Columbia calcula que ocho millones de personas se han sumado a las filas de la pobreza desde mayo por lo que un total de 55 millones de personas se encuentran bajo el nivel de la pobreza. Sólo en Nueva York, 1,5 millones de personas dependen de los repartos de alimentos para subsistir.

Davis y otras voces del activismo progresista ven este momento como la culminación de un esfuerzo de años, que se visualizó en 2011 con el movimiento Ocupemos Wall Street, y que culminó con las grandes movilizaciones para denunciar la violencia contra la población afroamericana del movimiento Black Lives Matter. Es un movimiento que se ha gestado durante años, basado en la organización de base, al margen de la alta política, poco visible en los medios de comunicación pero efectivo a la hora de plantar cara al racismo, el patriarcado y el capitalismo. Es un movimiento que, por primera vez, no da por sentada la supremacía masculina e impone nuevos modelos de liderazgo. Black Lives Matter fue fundado por tres mujeres negras, Alicia Garza, Patrissia Cullors y Opal Tometi, que han impedido que se desarrolle un culto a la personalidad a su alrededor como sucedió en el pasado con líderes como Martin Luther King o Malcolm X, todos hombres que hicieron grandes contribuciones pero que invisibilizaron totalmente el papel de las mujeres.

Es este movimiento de fondo el que hemos visto liderando las celebraciones por la victoria de Biden que representa sobre todo la derrota de una maquinaria política que permitió que un presidente racista, que basó gran parte de su discurso en el ensañamiento hacia las personas más débiles, gobernara.

El lema Cada voto cuenta no representa sólo la necesidad de hacer un recuento justo que garantice la transparencia de los resultados. Representa también la necesidad de que las necesidades de cada uno de los ciudadanos y ciudadanas sean tomadas en cuenta, más allá del lugar que ocupan en la escala social o el color de su piel. Reclama una agenda progresista que ponga la vida en primer plano y que permita imaginar un futuro más allá de un modelo capitalista que ha dividido a las personas en campos de guerra que hacen difícil avanzar en la equidad.

Cada voto cuenta porque todas y cada una de las personas cuentan.

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