El catalán, “un buen negocio”

Como los burros, siempre damos vueltas a la noria y somos incapaces de ver más allá. Así reza el artículo 6 del Estatuto de Autonomía: “El catalán es la lengua oficial de Cataluña. También lo es el castellano, que es la lengua oficial del Estado español. Todas las personas tienen el derecho de utilizar las dos lenguas oficiales y los ciudadanos de Cataluña tienen el derecho y el deber de conocerlas. Los poderes públicos de Cataluña tienen que establecer las medidas necesarias para facilitar el ejercicio de estos derechos y el cumplimiento de este deber. De acuerdo con lo que dispone el artículo 32, no puede haber discriminación por el uso de cualquier de las dos lenguas”.

En cuanto a la enseñanza, el artículo 35.2 del Estatuto, que regula el sistema educativo en Cataluña, garantiza a toda la población escolar, sea cual sea su lengua habitual al iniciar el ciclo educativo, el cumplimiento del deber y el ejercicio del derecho de conocer con suficiencia oral y escrita el catalán y el castellano. Perfecto, como debe ser.

Sobre el papel, los principios y los objetivos son claros, pero los problemas y las tensiones surgen a la hora de implementarlos. Y es que hay pocas sociedades en el planeta donde exista un régimen de bilingüismo en plan de igualdad, como pasa en Cataluña, donde el 36% de la población afirma que el catalán es su lengua habitual y para el 49% lo es el castellano.

No se trata que una lengua arrincone y devore a la otra. El consenso político surgido de la Transición forjó el concepto que la sociedad catalana era bilingüe y que esto se tenía que respetar. Puesto que la lengua catalana había sido marginada, ninguneada y, a menudo, perseguida y prohibida por la dictadura franquista, había que hacer un esfuerzo para su plena normalización y es en este contexto que se adopta la decisión de emplear el sistema de la inmersión lingüística en la educación.

Pero es evidente que cada pueblo, cada barrio y cada ciudad es un mundo. A causa del fenómeno migratorio -el de hace 60 años, el de hace 20 años, el de hace 5 años y el que se está produciendo ahora mismo- el alumnado de la Cataluña de los 8 millones es de orígenes y de tipologías muy diferentes. No es lo mismo la escuela de Martinet de Cerdanya que la del barrio de la Salud de Badalona.

Por eso, la Ley de Educación de Cataluña del 2009 consagra la autonomía en la gestión de los centros educativos. La finalidad es la misma: que el estudiante domine el catalán y el castellano al acabar el ciclo formativo. Pero los caminos didácticos para llegar a este hito no pueden ser homogéneos y hay que respetar la inteligencia del profesorado para ir modulando el aprendizaje de ambas lenguas, además de la de un tercer idioma.

En esta difícil tarea, la presión externa que ejercen determinados colectivos -como la Plataforma per la Llengua o la Asamblea por una Escuela Bilingüe- es contraproducente. Hay que hacer confianza en los profesores y darles los recursos que necesitan, porque son ellos los primeros interesados en que los alumnos estén capacitados para expresarse en catalán y en castellano, requisito que les será muy útil para acceder al mercado laboral.

Cataluña no es una realidad en blanco y negro. A la hora de la verdad, todo está mucho más mezclado, porque, según las encuestas disponibles, resulta que el 94,4% de la población entiende el catalán, un 81,2% lo sabe hablar y el 85,5% lo puede leer. Por consiguiente, hay que desdramatizar las profecías apocalípticas que anuncian la próxima extinción de la lengua catalana y que, en realidad, se usan para justificar la erradicación del castellano de las escuelas y de los espacios públicos.

La idea de implantar dos líneas segregadas para impartir la educación en catalán o castellano es una tontería. Entre otras cosas, porque se trata de dos lenguas muy parecidas y fácilmente intercomprensibles. El supuesto conflicto lingüístico no es tal si hay buena voluntad y la firme decisión de preservar la convivencia, como podemos constatar de manera habitual.

Siempre los hay que, desde un extremo o el otro, quieren exagerar supuestos agravios, pero, afortunadamente, son una minoría. El marco legal nos garantiza el bilingüismo y esto no es malo: es bueno y enriquecedor.

El castellano es el cuarto idioma más empleado en el mundo, con casi 600 millones de hablantes. Si añadimos la lengua hermana portuguesa, entonces la comunidad de la iberofonía se acerca a los 900 millones de usuarios, con una importante presencia en  América y África. Por consiguiente, desde Cataluña, el aprendizaje del castellano y, si se tercia, del portugués resulta de gran interés y eficacia.

Que la gente que vive en Cataluña tiene que entender y poder hablar en catalán es una cuestión indiscutible, por respeto a la idiosincrasia del país de acogida. Ahora bien, la manera de acceder no puede ser por la vía de la presión ni de la represión. Hay que hacer comprender que la tarea de preservar nuestra lengua es colectiva y que merece la pena hacer un esfuerzo para conseguirlo.

La Generalitat, los ayuntamientos, los consejos comarcales y las diputaciones pueden hacer mucho más en la tarea de extender el aprendizaje y el uso del catalán entre la población migrante. Ahora bien, los métodos no pueden ser coercitivos y tienen que ir acompañados de incentivos tangibles, de forma que emplear la lengua catalana sea “un buen negocio”.

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