Los cinco expresidentes sólo pactan una foto histórica que a Laporta no le gusta

El actual presidente ve como un fracaso propio recurrir al compromiso de Bartomeu, Rosell, Reyna y Gaspart de escenificar la unión del barcelonismo sólo contra los enemigos del club. La guerra de los ismos ni siquiera se abordó

Joan Laporta

Las reacciones a la cumbre de presidentes del FC Barcelona coinciden en que los cinco estuvieron de acuerdo en respetar el espíritu de una cita planteada bajo los parámetros de la diplomacia y de un pacto de no agresión porque se trataba, al menos, de no empeorar ese latente estado de guerra entre el laportismo y lo que se denomina barto-rosellismo desde que en 2005 se produjo un cisma interno en la junta ganadora de las elecciones del 2003.

Por eso, el encuentro se celebró discretamente y sin un comunicado posterior conjunto o una imagen pública que pudiera garantizar, más allá de una especia de tregua, una pax romana capaz hacer tabla rasa del pasado y de garantizar, sobre unas bases y condiciones suficientes elaboradas y acordadas, que el barcelonismo pueda vivir un largo periodo de prosperidad y de unidad interna a partir de ahora.

Básicamente porque el Barça seguirá siendo, se quiera o no, la suma de tantos ismos como presidentes ha habido a lo largo de la historia y sufriendo las secuelas de una dialéctica permanente entre quienes ha elegido el socio para gobernar y quienes ya no son directivos o no lo podrán ser nunca. También, inevitablemente, el entorno del club nunca dejará de ser el campo de batalla, más o menos áspero y combativo en función del momento y de las circunstancias, de las tropas de sus seguidores y fieles, a menudo fanatizadas y modernamente representadas por hordas más o menos salvajes en las redes sociales, en la prensa y en los canales de comunicación que permiten las nuevas tecnologías.

La gran diferencia con el bloque de un pasado generacionalmente casi superado, más o menos hasta el final del mandato de Agustí Montal a finales de la década de los 70, radica en que hasta entonces el foro de los enfrentamientos entre los distintos sectores del barcelonismo, inflexiblemente arraigados en la propia historia azulgrana, se enmarcaba en las ácidas y apasionadas tertulias en la Penya Solera, en los corrillos frente a la tribuna principal, en los aledaños del palco en las gradas, mientras se fumaban puros de marca, ocasionalmente en la Revista Barça, que era una publicación externa, y los entrañables tumultos de la fuente de Canaletas. El paso del tiempo no ha aplacado esa tendencia a la división, al contrario, pero sí ha cambiado sustancialmente el formato y el gigantismo de las fuerzas enconadas por el enorme poder del palco del Barça, quizás hasta exagerado.

Bajo la presidencia de Josep Lluís Núñez, coincidiendo con una explosión social, económica y deportiva sin precedentes a partir de la final de Basilea, en 1979, es cuando esa vitalidad barcelonista de antes, entusiasta, aunque circunscrita al ámbito de la rivalidad futbolística y al confortable estatus de clandestinidad del Barça como símbolo e identidad del catalanismo durante la dictadura, deriva en una sucia guerra de intereses económicos, políticos, sociales también nunca vista. Entre otros motivos porque tampoco el Barça había sido antes un objeto de tanto deseo y ambición de control por parte de un gobierno de la Generalitat o, por decirlo sin ambages, del pujolismo, desatadamente heredero de esa burguesía de país, mayor e históricamente dominada por el lobby industrial del textil catalán, que luego acabó estructurado políticamente bajo las siglas de CiU, y que había convertido el palco del Camp Nou en su bunker particular desde la recuperación económica de los años 60. Eran, como se les conocía, els del Porró (los del Porrón) porque se iban pasando el club de unos a otros, siempre dentro de su círculo, cerrado y controlado absolutamente a falta de un sistema democrático que permitiera elegir una junta mediante el voto universal.

Los 22 años que Núñez gobernó en el Barça, tras romper por sorpresa ese linaje barcelonista y catalanista tradicional, precisamente cuando su brazo político se estaba consolidando en la plaza de Sant Jaume bajo el liderazgo tan absorbente y poderoso como el de Jordi Pujol, supusieron un permanente asedio contra el empresario de Núñez i Navarro, que además de defender con uñas y dientes su presidencia, se iba a convertir en el rey de las esquinas de Barcelona en el ámbito inmobiliario.

El Barça de hoy es la consecuencia, todavía, de esa ambición sociopolítica por dominar el palco del Camp Nou, pues Joan Laporta fue el personaje que el pujolismo tardó tantos años en encontrar y fabricar para enfrentarse a Núñez y derrocarlo. Evarist Murtra, que ahora ha vuelto a ser noticia por repudiar a Laporta, su gran obra barcelonista y padre de la criatura, representaría el último representante del aquel barcelonismo convergente y Carles Puigdemont el otro padrino necesario para que el aparato soberanista, antes de CiU, le haya prestado a Laporta los medios y la cobertura institucional para alcanzar por segunda vez la presidencia.

El problema para el Barça actual es que Laporta ya no representa más que a sí mismo, convertido en un pozo de ambición y de intereses particulares desbocado, una figura de enorme riesgo para el propio barcelonismo que a sus creadores se les ha escapado de las manos y al que, como a un niño malcriado, se le ha sobreprotegido tanto que ahora ya no es más que un pequeño dictador rodeado de aduladores y de personajes tan sombríos y poderosos como su propio excuñado, Alejandro Echevarria, el exdirectivo afiliado a la Fundación Francisco Franco y el primero de sus consultores de su núcleo duro. Da miedo imaginar cómo es el resto.

En cualquier caso, otro espíritu reptiliano y popular en la ciudad por su prodigiosa habilidad para liderar todos los rankings de morosidad, Joan Gaspart, que también dejó pérdidas de 64 millones tras su desastroso mandato (2000-2003), ha sido el encomendado por el propio Laporta para armar esa reunión de los ‘cinco’ (Laporta, Bartomeu, Rosell, Reyna y Gaspart) en la que sólo quedó más o menos claro que los cuatro expresidentes se ponían a disposición de Laporta para aparecer juntos, en el formato y el escenario que quiera Laporta, para escenificar, de cara al mundo exterior, la unidad el barcelonismo contra los enemigos del club. Laporta puede tener esa foto cuando quiera, esa fue el pacto.

Lógicamente, el laportismo ha recibido esta iniciativa con frialdad, con malestar y hasta con rechazo, pues el propio contacto con Bartomeu y con Rosell, los dos únicos presidentes que no han arruinado el club, les parece inconveniente y fuera de lugar. Los suyos repudian este acercamiento porque representa todo lo que Laporta ha predicado, el odio a Rosell y a Bartomeu y porque no deja de ser un encuentro que ya había sugerido Bartomeu y propuesto Rosell hace apenas unas semanas, finalmente convocado y dicen que pagado por Gaspart. Y lo rechazan sobre todo porque no es idea de Laporta y porque esa foto de los cinco no dejará de ser un reconocimiento de la propia incapacidad de Laporta para defenderse él y el Barça por sí mismo. Sería un fracaso propio.

Cuesta creer que vaya a recurrir a ese truco o a ese rebajarse ante sus fanáticos, entre otras cosas porque a Laporta la unidad o el interés general de los socios y del barcelonismo no le quita el sueño. Los ismos seguirán siendo ismos porque si no el Barça no sería el Barça.

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