El camino hacia la España federal

Hacía 13 años que un presidente de la Generalitat no pisaba el edificio del Senado, en la plaza de la Marina Española, de Madrid. El último en hacerlo fue José Montilla, en 2010. Después de él, ni Artur Mas ni Carles Puigdemont ni Quim Torra habían hecho acto de presencia en la Comisión General de las Comunidades Autónomas de la Cámara alta, coincidiendo con la puesta en marcha del proceso independentista y la etapa de excitación identitaria.

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, rompió la semana pasada este absurdo boicot. Hablando en catalán, reivindicó desde la tribuna del Senado la conveniencia de aprobar la amnistía para los independentistas encausados y condenados, como punto de partida para llegar, algún día, a la celebración de un referéndum como el que se celebró en Escocia en 2014. Una vez acabada su intervención, de 10 minutos, marchó del hemiciclo.

Podría haberse quedado, para escuchar las duras críticas de los presidentes autonómicos del PP al proyecto de amnistía, pero lo realmente importante es que Pere Aragonès fuera a la Cámara alta. En cambio, no asistieron los tres presidentes autonómicos socialistas de Asturias, Castilla-La Mancha y Navarra ni el lehendakari, Iñigo Urkullu.

En su conformación actual, el Senado no actúa como segunda Cámara y no tiene sentido. Se ha convertido en un Congreso de los Diputados “bis”, pero sin poder efectivo. Las leyes que aprueba el Congreso de los Diputados pasan un trámite de segunda lectura y de enmiendas en el Senado, pero su aprobación definitiva siempre corresponde, finalmente, a la Cámara baja.

Es decir, aunque el PP tenga mayoría absoluta en el Senado, esto no le servirá de nada a Alberto Núñez Feijóo si Pedro Sánchez consigue revalidar una mayoría en el Congreso articulada alrededor de la coalición PSOE & Sumar. Podrá retrasar, eso sí, la aprobación y la entrada en vigor de las leyes, forzando su retorno al Congreso, pero ni las podrá tumbar ni las podrá modificar.

Después de 45 años de su entrada en vigor, ha quedado visto y demostrado que la Constitución falla estrepitosamente en su capítulo dedicado al Senado.  Acierta cuando lo define, explícitamente, como “la Cámara de representación territorial” (artículo 68). Pero, en cambio, los mecanismos para la elección de los senadores -cuatro por cada provincia (en total, 208) además de los que aportan los parlamentos autonómicos (58), en función del peso de población- son claramente deficientes a la hora que el Senado pueda ejercer, de manera eficiente, la tarea que tiene encomendada por la Constitución.

El Senado español tendría que ser como el Bundesrat alemán, donde sus 69 miembros son elegidos directamente por los gobiernos de cada uno de los 16 lands, en proporción a su población. Así, por ejemplo, Baviera aporta seis representantes, mientras que Turingia tiene cuatro. La función del Bundesrat es aprobar, desestimar o enmendar las leyes del Bundestag (el equivalente al Congreso de los Diputados) que afecten a las competencias de los estados federados.

Como se ha constatado de manera fehaciente, el Senado español no ejerce como verdadera Cámara de representación territorial. En realidad, se ha convertido en un “cementerio de elefantes”, donde los partidos envían a un puñado de afortunados fieles -muchos de ellos en las postrimerías de su carrera política- para que cobren, durante cuatro años, un muy buen salario, a cambio de no hacer prácticamente nada.

Tener estos 266 senadores en nómina es un lujo asiático y un insulto a la inteligencia. Si, de verdad, queremos regenerar la democracia española, la reforma del Senado, tal como lo conocemos, es un requisito imprescindible. Pero, para eso, hay que proceder a la modificación del Título III de la Constitución, que trata sobre la organización de las Cortes.

Y ya se sabe que, en España, para tocar una coma de la Constitución, hace falta la aprobación de las 3/5 partes del Congreso de los Diputados. Una cosa es la realidad política que había en el país en 1978, cuando se debatió y aprobó la Constitución, y otra muy diferente la que se ha ido perfilando y decantando en las últimas décadas, siempre por la voluntad de los electores.

De un lado, en aquel momento fundacional, el despliegue y el éxito de las comunidades autónomas era una incógnita, a parte de los referentes históricos de Cataluña, País Vasco y Galicia. Además, en 1978 había partidos como por ejemplo la Unión de Centro Democrático (UCD) o el Partido Comunista de España que tenían un apoyo importante en las urnas y una destacada representación en el hemiciclo. Estos partidos acabaron desapareciendo y hemos evolucionado hacia un bipartidismo imperfecto PSOE & PP, con alas en los extremos (Sumar y Vox) y cuatro partidos nacionalistas que se disputan la hegemonía en el País Vasco (PNB y Bildu) y Cataluña (ERC y JxCat).

En este sistema de bipartidismo imperfecto que tenemos, las 3/5 partes necesarias para emprender la reforma de la Constitución y la reformulación del Senado solo pueden lograrse con un pacto entre PSOE y PP. En el camino de transformar España en un verdadero Estado federal y dar estabilidad institucional a largo plazo, es más crucial que Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez se pongan de acuerdo en la reconversión del Senado que no que Pedro Sánchez cierre un pacto de gobernabilidad, inestable y complicadísimo de gestionar, con Sumar y los cuatro partidos nacionalistas del País Vasco y Cataluña.

Lo mismo podemos decir de la otra gran cuestión palpitante: la imprescindible renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), pendiente desde hace casi cinco años. Solo con un pacto exitoso PP & PSOE se podrá desbloquear, de una santa vez, este “dosier” que quema y que desestabiliza gravemente la credibilidad de la justicia, la tercera pata del Estado democrático de derecho.

La fórmula amnistía & autodeterminación que propugnan los partidos independentistas catalanes es y será una venenosa fuente de conflictos políticos, jurídicos y sociales. La vía de los indultos es igualmente efectiva para pacificar el conflicto y, en cambio, no solivianta los ánimos.

Hay que ir a la raíz del problema para encontrar la solución. Y ésta pasa por la transformación, vía reforma constitucional, del Senado, convirtiéndolo en una verdadera Cámara de representación territorial donde tengan voz y voto las 17 comunidades y las dos ciudades autónomas (Ceuta y Melilla).

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