«Eppur si muove»

La cita atribuida a Galileo Galilei viene a cuento porque, al igual que en el siglo XVII, hay que seguir defendiendo ante el oscurantismo el pensamiento racional y libre, la evidencia empírica y científica, contrastada, la libertad de pensamiento y el pensamiento crítico también, la pasión por conocer, por la solidez de este conocimiento, por la honestidad intelectual y personal; hay que seguir defendiendo la virtud de huir de dogmatismos y credos, sean o no metafísicos, se presenten bajo la capa de un pretendido progresismo o no. Yo, que vengo del mundo universitario, no puedo evitar quedarme boquiabierta ante el “derecho” alegado por los estudiantes de algunas universidades estadounidenses a no ser molestados/inquietados en sus creencias/ideas; pues ¿para qué vais a la universidad, hijos de Dios? ¡Quedaos en casa!

Sin embargo, ésta no quiere ser exactamente una reflexión en torno al mundo universitario de hoy, no; lo decía más bien como ejemplo de la realidad dislocada, confusa, de nuevo dogmática y propensa a los anatemas en la que nos toca vivir por doquier y aquí también. De aquel tradicional y carca «de eso no se habla», de los tabúes que habíamos conocido impuestos por una sociedad autoritaria y ultraconservadora, fuertemente patriarcal; de la censura que habíamos sufrido no hace tanto en todos los ámbitos del conocimiento, del pensamiento o de la cultura; de las imposiciones que creíamos ya superadas no sólo porque vivíamos en libertad y según valores democráticos, sino también porque éramos más cultos –¡ay, Espriu!– y cosmopolitas, resulta que volvemos a un cierto punto de partida totalmente intolerante y autoritario, sólo que ahora, mira por dónde, se han cambiado en cierta forma las tornas.

El censor actual se presenta hoy bajo la capa de lo políticamente correcto, lo que le permite evitar la más mínima reflexión y toda mala conciencia, dado que el hecho de seguir un cierto mainstream ideológico lo hace, piensa, del todo innecesario, hurtando así además el requisito de un indispensable debate racional y leal en torno a cuestiones de serio impacto humano y social. Pongamos que hablamos de la cuestión trans, pero no sólo eso.

El mundo anglosajón, as usual, con su sello puritano, nos marca el paso a Occidente, y, así, estamos viendo que las obras de no pocos y reconocidos autores y autoras de la literatura occidental son censuradas por considerar –de forma más que discutible y del todo anacrónica– que no se ajustan a los valores actuales, sin que esto, el anatema, contribuya ni un ápice a mejorar el mundo ni a cambiar en nada las cosas. ¿Es necesario de verdad prescindir de la voz de estos autores o más bien transformar la sociedad sabiendo de dónde partimos y a dónde queremos ir y cuál es la mejor manera de hacerlo, disponiendo de todo el conocimiento acumulado?

En nuestro país, los escraches, la censura o el boicot a libros, obras, actos, cursos, clases y personas, la “cancelación” y la censura de valiosos académicos y profesionales que expresan sus cautelas y dudas y sus certezas también, a partir de su propia experiencia profesional y de lo que ya se ha experimentado y contrastado en otros países, forman parte ya de nuestro panorama habitual; profesionales que piden –desgraciadamente en vano– que se les escuche y se les tenga en cuenta a propósito de cómo estamos abordando, nosotros y el mundo, algunas cuestiones relativas a cómo se legisla y con qué alcance y efectos sobre otras cuestiones la indispensable equiparación en derechos de las personas transexuales.

Resulta muy difícil poder debatir serenamente pros y contras de leyes cuando cualquier consideración sobre soluciones aportadas o posibles efectos indeseados de la norma provocan que, a quien las formula, le sea atribuida inmediatamente nada menos que una patología, una fobia; es decir, un trastorno mental o, en lenguaje vulgar, un odio o animadversión hacia algo o alguna persona.

No es que sea precisamente una nueva forma de abordar la discrepancia, pero es una forma lamentable. Esto cierra inmediatamente toda posibilidad de diálogo razonado, ahorra toda explicación a quien formula la acusación, acusación de que, en contrapartida, se supone que incapacita o inhabilita de raíz a quien la recibe. No hay forma más eficaz y rotunda de silenciar al discrepante, por más leal y sensata que sea su objeción. Queda claro, sin embargo, que el problema no va a desaparecer y que, como suele ocurrir, el problema se hará presente con el paso del tiempo, de hecho ya lo está haciendo, en lugares donde nos llevan la delantera.

Eppur, sí, eppur, la tierra gira alrededor del sol.

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