El autoodio

El juicio por corrupción contra la ex-presidenta del Parlament, Laura Borràs, y la investigación abierta por la Fiscalía sobre los sobornos del Barça al vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros, José María Enríquez Negreira, marcan el punto más bajo de la historia de Cataluña, desde la muerte del dictador Francisco Franco, hace casi 50 años. Todo el “relato” que se ha construido y se nos ha vendido, en las últimas décadas, sobre las supuestas “bondades”, el “prestigio” y la “superioridad” de los catalanes se ha ido a pique este mes de febrero del año 2023.

Podríamos añadir a ello el descubrimiento de los escandalosos finiquitos, excesivos e injustificados, autorizados por el ex-presidente del Parlament, Ernest Benach. O el mantenimiento de las falsas dietas –exentas de tributación del IRPF- que todavía cobran los 135 diputados catalanes. Esto, en un contexto de “blanqueo” de la imagen pública del ex-presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, de quien consta que –además de tolerar las barrabasadas de algunos de sus hijos-, entre los años 2000-10, fue titular de la cuenta 63810 del banco andorrano Andbank, donde guardaba dos millones de euros.

Desde el año 1980, cuando Jordi Pujol es elegido presidente de Cataluña, se han destapado gravísimos casos de corrupción (CARIC, Cullell, Loterías, Casinos, De la Rosa, Millet, 3%…). Pero estos atentados a la moral y a la ética democrática se intentaron camuflar con los resultados de la “obra de gobierno” (minitrasvase del Ebro, TV3, Mossos, autopistas y túneles de peaje…) y con la apelación a la patria catalana, a la señera y a la catalanofobia de los españoles.

Este victimismo permanente, unido a un control y dirección férrea de los medios de comunicación catalanes, explican porqué Jordi Pujol se mantuvo durante 23 años en el poder. Esto y la complicidad de los entonces máximos poderes institucionales de Madrid -el rey Juan Carlos I y los presidentes Felipe González y José María Aznar-, que no dudaron en cortar la acción de la justicia contra la corrupción que ahogaba a Cataluña (el “oasis catalán”, decían que era).

Después de los dos tripartitos y después del fracaso del nuevo Estatut, Artur Mas –representante de la Convergència más putrefacta- volvió a la Generalitat por la puerta grande, con el apoyo del PP. Como venganza por la “decapitación” de Oriol Pujol –heredero de la dinastía, destinado a ser Muy Honorable presidente algún día-, obligado a dimitir por el escándalo de las ITV, Jordi Pujol puso en marcha en 2012 el proceso independentista.

Durante estos últimos diez años, Cataluña ha vivido sacudida por un terremoto permanente, que tuvo su momento más crítico el otoño del 2017. Los resultados han sido devastadores para el conjunto de la sociedad catalana -independentistas y no independentistas-, que ha sufrido profundas heridas internas.

La derrota del proceso ha sido total e inapelable, como no podía ser de otra manera en un Estado como la España constitucional, que forma parte de la Unión Europea y de la OTAN. Los indultos, otorgados por el presidente Pedro Sánchez, han ayudado a restablecer la normalidad y Carles Puigdemont sabe que, con “baraka”, su destino pasa por irse a vivir discretamente con su familia a Rumanía.

El imaginario de la Cataluña pujolista tenía cuatro pilares -Montserrat, Barça, Palau de la Música y TV3- y una consigna: “El trabajo bien hecho no tiene fronteras, el trabajo mal hecho no tiene futuro”. Estos cuatro pilares se han derrumbado: Montserrat, después de los escándalos de homosexualidad y pederastia que han manchado a la comunidad benedictina; el Barça, por el inadmisible soborno al árbitro José María Enríquez Negreira, que destruirá para siempre la reputación del club; el Palau de la Música, por el saqueo de Fèlix Millet y Jordi Montull y por la corrupción de Convergència; y TV3, por haber cometido el “sacrilegio” de haber emitido un reportaje sobre las grandes familias de la burguesía catalana que se enriquecieron con el tráfico de esclavos.

Esta “bajada a los infiernos” de una determinada Cataluña, que tenía la ambición y la voluntad de ser hegemónica y eterna, ha tocado fondo con el juicio de Laura Borràs. Lo tenía todo para ser la perfecta mujer pujolista: defensora a ultranza del catalán y de la literatura catalana, casada con un médico de buena familia de Igualada, profesora de la Universitat Oberta de Catalunya, independentista sin complejos, diputada de Junts, consejera de Cultura y presidenta del Parlament. Hasta que los Mossos dieron con los mails que se intercambiaba con su pupilo Isaías Herrero.

Necesitamos pasar página. Podemos ser indulgentes con el pujolismo, pero siempre que condenemos rotundamente su gran pecado: la corrupción. En esto no podemos transigir de ninguna forma, porque es el origen de todos los males que aquejan a Cataluña.

A quienes nos hemos jugado nuestra carrera y nuestra credibilidad profesional en la lucha contra la lacra de la corrupción nos han acusado de tener “autoodio” hacia Cataluña. La misma crítica que ahora han recibido los autores del reportaje “Negrers. La Catalunya esclavista”, emitido por el programa “Sense ficció” de TV3”.

Exigir un país limpio, sin chanchullos, sin nepotismo, sin derroche del dinero público y sin trampas, no es tener “autoodio”. Reclamar que el Parlament de Cataluña, como máxima institución de autogobierno, tiene que ser ejemplar, y no una cueva de aprovechados y de caraduras, no es tener “autoodio”.

La catalanidad y el catalanismo empiezan porque Laura Borràs admita sus errores –los testigos y las pruebas del juicio son concluyentes- y abandone a continuación la actividad política. La catalanidad y el catalanismo pasan porque Joan Laporta pida perdón públicamente por el caso José María Enríquez Negreira, en nombre propio y del club, y asuma todas las consecuencias que se deriven.

No tenemos “autoodio” quienes ponemos el dedo en la llaga. Al contrario: me siento orgulloso de pertenecer a un pueblo con una historia milenaria, llena, sí, de páginas brillantes y de personajes dignos de admiración y por eso mismo me subleva que el buen nombre de Cataluña sea ensuciado y utilizado por personajes corruptos sin escrúpulos.

 

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