Una guerra de todos

Finalmente la Rusia de Vladimir Putin acabó por llevar a cabo aquello con lo que había amenazado durante tiempo, y que cierto sentido de la sensatez y de las proporciones nos hacía creer que no sucedería. Una guerra retransmitida en directo en Ucrania que se acerca ya a los seis meses. Tanto un país como otro no están en los márgenes, son Europa. Forman parte del imaginario y de lo que constituye la cultura y la noción de europeidad. Habrá efectos profundos y a largo plazo en la geopolítica y la seguridad, pero sobre todo en la economía y el bienestar. La inflación y la falta de recursos energéticos suficientes son una de las consecuencias que nos sitúan a todos dentro del conflicto.

La guerra son cuerpos de ejército, armamento, pero sobre todo personas a las que se les destroza la vida, a las que se les ha condenado a huir, a vivir asustadas y en el horror. Pero la guerra, aunque no en la crudeza inmediata, la sufrimos todos, y muy especialmente los ciudadanos europeos. También tiene efectos alimenticios graves en África. ¿Cómo es posible que la decisión de un autócrata pueda causar tanto dolor en tanta gente, tanta destrucción inútil? Pero, ¿Europa ha actuado, desde el derrumbe del sistema soviético, de forma adecuada en relación con Rusia? ¿No habría resultado más lógico un acercamiento estratégico que seguir la política estadounidense de aislarlos? ¿Era imprescindible que la OTAN se desplegara en territorios tan sensibles para la antigua gran potencia? ¿Resulta inteligente abonar los sueños imperiales de Putin? ¿Tiene sentido desafiar y pretender poner contra las cuerdas a una potencia nuclear?

Nunca hay razones que justifiquen el camino de la guerra. No las hay acreditadas o justas. Menos aún existe ningún derecho ni razón que haga aceptable atacar a los demás, no respetar su soberanía. El derecho a defenderse resulta incuestionable. Ahora es tarde para reflexionar si podía haberse evitado llegar hasta aquí.

Lo que sí resulta pertinente es que es necesaria una salida pactada y honorable para todos. También para nosotros. La solución militar nunca es una solución, representa alargar el conflicto.

Ucrania y Rusia han tenido históricamente una larga y a veces no suficientemente confortable relación. No responden a perfiles de comunidades homogéneas ni una ni otra, ya que existen múltiples etnias, religiones, lenguas y culturas. Tienen mucho en común, pero lo que ha hecho Putin con su atropello y el intento de humillar a los ucranianos es crear justamente separaciones y odios que pueden durar siglos.

Hay cosas que no se olvidan y, lo que es peor, generan cohesiones identitarias y filiaciones nacionalistas que no suelen traer nada bueno. En Ucrania, lo ruso y lo específicamente ucraniano han convivido hasta ahora sin demasiados problemas, precisamente porque son una mixtura, un híbrido de muchas cosas. Difícilmente, después de esa agresión, esto podrá ser nunca más así. Putin ha «creado» conciencia nacional ucraniana.

El problema principal ahora, más allá de los inicios, de lo que tenía que haberse hecho y no se hizo, es evitar plantearlo de manera maniqueísta, del bien contra el mal. A pesar de la complejidad, lo difícil no es desplegar los ejércitos, sino su repliegue una vez han salido de los cuarteles. No por cuestiones técnicas, sino por imperativos geopolíticos. Putin no tiene vuelta atrás. Quemó las naves y solo le sirve una victoria. Acabe como acabe, esta invasión de Ucrania nos ha vuelto a una nueva versión de la política de blogs. Un escenario poco atractivo, especialmente para los europeos, que lo viviremos de manera muy intensa y en primera fila.

La experiencia nos indica que se irá a la construcción de un nuevo equilibrio militar con Rusia. Esto comporta, guste más o menos, políticas de defensa expansivas y rearme. Las prioridades políticas en los países de la Unión Europea ya han cambiado. Restablecemos en términos militares lo que se llamó después de la Segunda Guerra Mundial “el equilibrio del terror”. Nos encaminamos a un muy mal escenario. No va a quedar mucho espacio para la poesía. Aunque cayera Putin y Rusia se democratizara, la fractura creada tardará muchas décadas en suturarse.

Rusia es un país muy grande, con una vocación paneslavista demasiado arraigada para que ucranianos, polacos, rumanos, finlandeses… puedan dejar de sentir su aliento. Quizá el verdadero realismo no sea el militar, sino el diplomático. Más que aislarlos, integrarlos.

Susana Alonso
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