Prudencia y pusilanimidad

(A propósito de la decisión del Departamento de Salud sobre la COVID-19)

El Honorable Consejero de Salud ha decidido no incrementar significativamente las medidas preventivas ante la situación actual de la COVID-19 y lo ha justificado atendiendo a la valoración epidemiológica vigente según la cual el impacto sobre la salud de los afectados no es en absoluto comparable a lo que ha abarcado anteriormente, sobre todo en lo que se refiere a la denominada primera ola de marzo-abril del año 2020.

Ha habido críticas de algunos expertos -unos más expertos que otros- que abonarían el reforzamiento intenso de las medidas protectoras no farmacológicas debido al aumento de las infecciones, que es considerable según las estimaciones sobre los resultados positivos en las pruebas serológicas y virológicas y en la persistencia de hospitalizaciones, aunque, en unos niveles afortunadamente gestionables. Críticas basadas en la eventualidad de que ocurran mucho más casos de enfermedad grave a consecuencia del incremento del número total de infecciones.

Una contingencia que nuestra ignorancia no nos permite descartar, como tampoco nos permite rechazar otras muchas calamidades potenciales. Pero si bien es cierto que el número de enfermos graves depende de la propagación de la infección, la asociación no es automática porque una persona infectada no es un caso de enfermedad. Una cosa es la infección por alguna de las muchas variantes del virus SARS-CoV-2 y otra la COVID-19 que, de acuerdo con la definición de la OMS, es una enfermedad clínica, con manifestaciones y limitaciones concretas -la D del nombre corresponde a “Disease” (enfermedad)- motivada por la infección de este microbio pero causada por la interacción con otros factores de los huéspedes potenciales. Factores que condicionan notoriamente la capacidad patogénica del virus y que tienen que ver con la presencia de otras enfermedades -comorbilidades- más frecuentes en una proporción de la población mayor. Una proporción en absoluto despreciable pero ni mucho menos mayoritaria, sobre todo en lo que se refiere a las formas más graves y a las críticas que son las que pueden desencadenar -morir con- o provocar -morir de- el fallecimiento de los enfermos.

Así las cosas lo que parece prudente es tratar de reducir al máximo estas consecuencias negativas, pero sin que los remedios sean peor que la enfermedad. Porque como hemos experimentado todos -algunos mucho más intensa y dolorosa- las medidas preventivas no son inocuas. Pueden provocar efectos adversos e indeseables graves, algunos de ellos en el ámbito mismo de la sanidad, como cuando la atención a otros pacientes se ve perjudicada, pero sobre todo en el conjunto de la sociedad, afectando a la calidad de vida de mucha gente, ya sea por las limitaciones de sus actividades laborales, educativas, económicas o familiares, o bien por el miedo que fomenta una percepción apocalíptica de la situación.

Muchas de las críticas a no acentuar de nuevo las medidas protectoras como los confinamientos o los aislamientos prolongados de los infectados parecen contaminadas por la idea de que es posible erradicar -aunque sea temporalmente- la circulación del SARS-CoV-2 entre nosotros. Porque si no, no se entiende que menosprecien las consecuencias negativas que ya hemos podido comprobar que ocurren realmente al adoptar medidas drásticas generalizadas. Unas medidas que además pueden promover la creencia de que si conseguimos que el virus desaparezca totalmente o cuando menos disminuya notoriamente su capacidad de propagación nos encontraremos en mejores condiciones de afrontar posibles nuevas oleadas epidémicas como las que acontecen todos los inviernos en las zonas templadas del hemisferio norte del planeta provocadas por varios virus y bacterias. Una creencia de que seguramente es errónea y que, lamentablemente, distorsiona la percepción sobre la importancia objetiva de los problemas de salud, particularmente en lo que respecta a la equidad.

A estas consideraciones epidemiológicas sobre la falta de justificación en el momento actual de una nueva intensificación de las medidas restrictivas poblacionales habría que añadir las indicadas por la necesidad de analizar con detenimiento y prudencia la delicada situación de los servicios sanitarios, especialmente de los de atención primaria y comunitaria y salud pública. Unos servicios en equilibrio precario a evitar que se rompa ante demandas asistenciales no claramente justificadas.

La parábola de las vírgenes prudentes del Evangelio podría interpretarse de otro modo -sólo un poco- de lo que suele hacerse. Porque las vírgenes necias, las que mantienen encendidas las linternas cuando no es necesario -es decir, cuando los beneficios de mantenerlas relucientes no compensan el gasto energético- seguramente lo hacen por si acaso, con pusilanimidad, mientras que las que reservan las velas apagadas -los recursos disponibles- para cuando el beneficio valga la pena actúan como nos dice Mateo, con prudencia, sensatamente. Aunque si el novio se retrasara demasiado y llegara por la mañana, ninguna de las dos actitudes habría servido demasiado.

(Este artículo lo firman Andreu Segura i Amando Martín-Zurro)

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