Tambores y otros ruidos guerreros

Susana Alonso

(Ningún tiempo necesita más a los poetas que aquél que piensa que puede prescindir de ellos).

Utilizando una expresión militar, los medios han destacado últimamente que se vuelven a oir «tambores de guerra», que son aquellos instrumentos ruidosos que se utilizaban en las marchas militares y para movilizar a las tropas en el campo de batalla; estos tambores producían distintos sonidos: uno para atacar y otro para retirarse.

Lo cierto es que se está hablando de un posible conflicto bélico entre algunos países del Este europeo, un conflicto que puede acabar involucrando tanto a la UE como a EEUU, y que seguramente complacería mucho a China, que vería como sus dos grandes rivales económicos se destruyen mutuamente.

Se sienten tambores de guerra, amplificados por los medios, que también nos informan del silencioso movimiento de los diplomáticos, que intentan poner paz entre los distintos adversarios implicados, que podríamos ser todos.

¿Es inevitable la guerra? ¿Los hombres estamos condenados, al igual que los volcanes dormidos, a batallar y a convertir en cenizas a otros hombres cada no sé cuántos años? ¿No decíamos que esa maldición ya había sido superada y olvidada en Europa? ¿De qué Europa hablamos?

Siempre que se escuchan tambores de guerra conviene recordar los tambores de paz que algunos políticos y pensadores (sustantivos que en este caso significan casi lo mismo) han hecho sonar en algunos medios, incluso en épocas en las que la opinión pública estaba a favor de la guerra.

En la novela biográfica ¡Bajad las armas!, que en su momento (finales del siglo XIX) dio la vuelta al mundo, la baronesa Beetha von Suttner, premio Nobel de la Paz, responsabilizaba de las guerras (ella había vivido las de Alemania e Italia en primera persona) a la aristocracia, la monarquía, los militares, las iglesias y la educación que fomenta el patriotismo para hacer frente a lo que llamamos enemigo (lo que ellos llaman enemigo).

Un cuarto de siglo después, a comienzos de la llamada Gran Guerra (1914), el premio Nobel francés Romain Rolland, escribió un conjunto de artículos pacifistas, entre los que se suele destacar Au sobre la melée (Más allá de la contienda). Rolland niega en él que la guerra sea una fatalidad; afirma que la fatalidad es lo que nosotros no queremos con suficiente intensidad. ¿Qué hacen las iglesias, los partidos o las instituciones para impedir las guerras?, se pregunta. Y dice que si los hombres luchamos contra la peste o contra los efectos de un terremoto, ¿por qué no debemos poder resistir la plaga de la guerra: tal vez los cristianos no se pueden sacrificar sin sacrificar al prójimo?

Ya en 1914 Rolland pedía la creación de un alto tribunal moral que se pronunciara sobre las violaciones de los derechos de las personas, sin distinción de procedencia. “La humanidad –afirmaba– es una sinfonía de grandes almas colectivas, y el que para entenderlas necesita destruir una parte sólo demuestra que es un bárbaro”.

En otro artículo cita una carta de la escritora, pacifista y premio Goethe Anette Kolb, de padre alemán y madre francesa, que sufría el conflicto entre sus dos naturalezas, y declaró, en una conferencia en Dresde, su fidelidad a las dos patrias y su temor a que Alemania no llegara a conocer la verdadera alma francesa.

Entre las cartas dirigidas a Rolland hay una firmada por intelectuales catalanes el 27 de noviembre de 1914, de la que reproduzco estos párrafos; creo sinceramente que, en las actuales circunstancias catalanas, su lectura puede ayudarnos a entender lo que, ahora y siempre, es lo prioritario: “Tan lejos del internacionalismo amorfo como de cualquier localismo estrecho, se constituye en Barcelona un grupo de hombres para afirmar su creencia irreductible en la unidad moral de Europa […]. El principio del que partimos es que la terrible guerra que hoy está deshaciendo el cuerpo de nuestra Europa constituye, por definición, una guerra civil […]. Durante unos meses ha parecido que nuestro concepto de Europa naufragaba, pero una reacción comienza a dibujarse. No estamos solos, nos acompaña, desde todos los lugares del mundo, el anhelo de muchos espíritus clarividentes y de miles de hombres de buena voluntad que saben permanecer fieles a la causa de la unidad europea […]”.

Firman esta carta, entre otros, Eugeni d’Ors, Manuel de Montoliu, Miguel S. Oliver, Pau Vila, Enric Jardí, Carme Karr, Esteve Terrades, Duran Reynals, López Picó, Cuello Calón, Manuel Raventós, Ferran Mayoral, Jaume Massó y Rubió Balaguer.

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