Caciques de ayer y hoy

Cacique es una palabra de origen taino que, originariamente, designaba a los jefes locales de las comunidades habitantes de las Antillas, y que, a partir de la dominación española, pasó a designar a las autoridades políticas indígenas desde los más humildes jefes bandas hasta los reyes y nobles de los imperios prehispánicos. Su autoridad era, sin embargo, relativa: sus decisiones estaban supeditadas, en muchos casos, a la aprobación de la asamblea.

A pesar de que muchos caciques fueron eliminados durante la etapa colonizadora, la institución sobrevivió, ya que también, convenientemente utilizada, podía servir a los intereses de los colonizadores, y ha llegado hasta nuestros días, si bien ahora se habla más de liderazgo que de caciquismo. El líder actual es, seguramente, heredero del antiguo cacique, un cacique con la cara lavada.

Durante la etapa de la Restauración española (1875-1931) se utilizaba la palabra cacique para referirse a los notables locales que, con sus redes clientelares y algunas malas artes, controlaban las elecciones locales. Es justamente famoso el ensayo del político Joaquin Costa, Oligarquía y Caciquismo como la forma actual del Gobierno de España, publicado en 1901, resultado de una encuesta por él promovida en el Ateneo de Madrid, en la que participaron destacados políticos y escritores del momento (Unamuno, Pardo Bazán, Ramón y Cajal, Gumersindo de Azcárate y Pi y Margall, entre otros). En esta obra Costa parte de la premisa de que España no es una nación libre y soberana y que, desgraciadamente, la Revolución de 1868 no hizo libre y soberana a España (tal vez no tuvo tiempo para poder hacerlo).

Para el pensador de Graus, la forma de gobierno español no es la de un régimen parlamentario viciado por corruptelas y abusos variados, sino por el contrario, un régimen oligárquico, servido, pero no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias. Según Costa, los componentes de este régimen oligárquico son tres: 1) los oligarcas propiamente dichos, es decir, prohombres o notables de cada bando que forman su plana mayor, residentes normalmente en la capital; 2) los caciques de primer, segundo y tercer grado, diseminados por el territorio, y 3) el gobernador civil, que sirve de órgano de comunicación entre unos y otros.

Por otra parte, el mismo autor, citando al político republicano Rafael de Labra, y pensando las guerras coloniales españolas, nos dice que en nuestro territorio hay dos clases de hombres: una, que tranquilamente y disfrutando de las comodidades de un hogar bien provisto y acondicionado, decreta la guerra, y otra que la sostiene a miles de leguas de su familia y en medio de toda clase de privaciones. También recuerda que a principios de siglo, con la invasión francesa, pasó algo parecido: los magnates y señores territoriales se habían alejado prudentemente del teatro de la guerra, retirándose a las Baleares, Ceuta, Gibraltar y otros lugares, y cedieron enteramente al pueblo el honor de rescatar y restituir a la patria su soberanía. En este sentido, el diputado y ministro valenciano Gabriel Ciscar, en las Cortes de 1821, sugirió el derecho del pueblo no sólo a privar a aquellos señores de sus «señoríos», sino también a extrañarlos a perpetuidad de nuestro territorio. Una propuesta que tal vez habría que resucitar.

Para el filósofo francés positivista Alfred Fouilée, a quien también cita Costa en dicho trabajo, la decadencia española a partir del siglo XVI es atribuible a la inmensa sangría representada por el exceso de conventos, la conquista de América y el llamado Santo Oficio, que alejaron de la política o confinaron a los espíritus más reflexivos, independientes y mejor dotados para la iniciativa. «Pues en eso estamos actualmente», concluye el insigne pensador: «Mientras no se extirpe al cacique, no habremos hecho la revolución (…) mientras aún subsista esta forma de gobierno de los peores no podrá haber Constitución democrática». Costa, tras constatar la deserción de las clases intelectuales del país, termina su ensayo invocando la necesidad contener el movimiento de retroceso y africanización que nos aleja progresivamente de la civilización europea.

Quizás ya no estamos en esto exactamente -podemos apostillar nosotros- pero todavía nos falta un tramo, bastante empinado, para eliminar a nuestros caciques, que no sólo se encuentran en la política, sino en todo, incluso en el mundo de las artes y los deportes. Menos caciques, menos liderazgos y más compañerismo, más hermandad. Esto nos haría falta.

Un poco antes de la publicación del ensayo de Costa sobre el caciquismo, un literato y político tinerfeño, Luis Rodríguez Figueroa, había escrito una novela, El cacique, donde denunciaba a las oligarquías que dominaban el archipiélago canario. En octubre de 1936 tras el golpe militar, fue detenido y asesinado por sus ideas de izquierda. Es eso lo que hay que extirpar de nuestro mundo: este odio cainita de los que no toleran las ideas de los demás.

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1 comentario en «Caciques de ayer y hoy»

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