Elecciones inaplazables

A estas alturas, mientras escribo este artículo, Catalunya tiene un Gobierno provisional, sin presidente y con un control parlamentario raquítico vía Diputación Permanente. Un Gobierno que, a pesar de esta situación, se ha visto obligado a prorrogar medidas que limitan la libertad de empresa, el derecho a reunión y la libertad de movimientos para intentar reducir contagios de Covid-19, evitar la saturación hospitalaria y minimizar los muertos . Como no podía ser de otro modo, este Gobierno no sabe ni morirse.

Que el TSJC haya dejado en suspenso el decreto de suspensión de la convocatoria electoral es normal. Es normal porque las elecciones, de hecho, no las convocó el Gobierno, sino que fueron resultado de los plazos legalmente establecidos cuando deja de haber presidente y no se consigue invertir otro. Que la legislación contemple estos plazos automáticos es precisamente para evitar que los gobiernos se eternicen, asegurando de facto la democracia.

El ejecutivo no puede decidir no convocar elecciones. Llega un punto en que las elecciones se convocan de forma automática. Poder decidir la fecha concreta de las elecciones considerando la evolución de la pandemia es una buena idea para intentar minimizar el posible impacto sobre la salud pública y asegurar la tranquilidad de todos a la hora de ir a votar. Pero Junts y ERC decidieron renunciar a la potestad de convocar elecciones (probablemente el elemento de poder más efectivo del que puede disponer un presidente de la Generalitat). Era más importante permitir que el presidente Torra pudiera terminar su legislatura intentando hacernos creer que es un mártir de la causa independentista por no retirar a tiempo una pancarta del balcón del Palau de la Generalitat.

También era importante que el partido del presidente, Junts, se reordenase e hiciese todo su proceso de primarias para decidir candidatos. Así pues, para preservar los intereses particulares de Torra y de Junts, quien acabará decidiendo la fecha de las elecciones será el TSJC.

Ante este último ridículo de nuestro Gobierno, la maquinaria de los dos partidos se ha puesto en marcha. Hay dos versiones. En primer lugar la del juntismo, que, con su legendaria capacidad de sacudirse las pulgas sobre todo lo que pasa en el Gobierno, atribuyó el fracaso a ERC. Olvidan, o lo hacen ver, que la maniobra de Torra es también responsabilidad suya y que el gabinete jurídico de la Generalitat que ha asesorado en la redacción del decreto de suspensión depende de la consejería de Presidencia, en manos de Meritxell Budó. La segunda versión de argumentarios para intentar justificar las medidas cautelares del TSJC es hablar de 155 encubierto (véase el tuit de Oriol Junqueras del 19 de enero). Ahora resultará que cualquier decisión de cualquier tribunal contra decisiones de la Generalitat será un ataque a la democracia y el autogobierno, como si pudiera actuar al margen de la ley y sin control por parte de los tribunales porque España es muy mala.

Estamos hablando de democracia y de elecciones. El problema es grave, y presenta una dinámica de fondo muy peligrosa que se ha ido incrementando en los últimos años: la idiotización de los debates y de la política catalana en general. Desde 2017, la política catalana se ha ido degradando hasta donde la quería el Estado: reducida a debates locales y localistas.

Estamos secuestrados por una mezcla de burócratas con ínfulas semirevolucionarias, por un lado, y de activistas semirevolucionarios con aspiraciones de burócratas, por otro. Desde la perspectiva de un soberanista, ser un país normal implica también tener discusiones sobre los grandes temas del mundo y aportar nuestra visión.

Pero tenemos unos partidos tan profundamente desideologizados que han externalizado los grandes temas al Estado y a Europa, como si no fueran con nosotros, como si nos hubiéramos creído que la Generalitat y el Parlament son sólo gestorías de miserias y no espacios de poder con capacidad de configurar debates profundos. Esta doctrina no sólo desprestigia las instituciones, sino que representa un insulto a la inteligencia -y al bolsillo- de los ciudadanos.

Sólo nos queda esperar que el resultado de las elecciones, bien por la vía de cambiar mayorías, bien por la entrada de nuevas voces en el Parlamento, consiga romper esta dinámica absurda y relanzar la política catalana.

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