El consenso y el dogma

Es la semana de Navidad, y en estas fechas siempre me gusta recordar la relectura de los evangelios hecha por los Monty Python en La Vida de Brian, 1979 (disponible en Filmin y Netflix). En una de sus muchas escenas hilarantes, Brian, el profeta involuntario, intenta disolver una multitud de seguidores enfervorizados en la puerta de su casa al grito de: «¡Marchaos! ¡No hace falta seguir profetas, todos somos diferentes! «. La multitud responde enloquecida en un grito uniforme y consensuado: «¡Sí! ¡Todos somos diferentes! «.

Uno de los principios de las sociedades democráticas es que la vida común se rige por consensos sobre los que se desarrollan las normas formales e informales y las acciones del Estado. El consenso es fruto de un diálogo, y, por tanto, es siempre inestable. A medida que las sociedades cambian, también lo hacen sus consensos. La idea del diálogo o contrato social tiene un límite evidente, y es que este diálogo no lo desarrollamos los individuos todos con todos, sino que lo hacemos a través de intermediarios, de representantes. Hay varios: los medios de comunicación, los políticos, los personajes de ficción, los tertulianos, los articulistas…

Hay un término procedente del ruso o el polaco para nombrar la clase social que conforman estas personas y sus instituciones: la intel • ligèntsia. Con la representación de diferentes posiciones y visiones del mundo, los miembros de la intel • ligèntsia llevan a cabo la compleja tarea de crítica, guía, liderazgo y configuración de la cultura y el consenso social. No todos los temas ni, sobre todo, todas las posiciones pueden estar presentes en los entornos de representación, y cuando una posición no aparece, el aparente consenso tiene el riesgo de convertirse en dogma. Cuando en la intel • ligèntsia hay dogma, los miembros de la sociedad que defienden posiciones contrarias a este dogma no se sienten representados.

Trump es un ejemplo de ello. El próximo expresidente de EEUU, con sus groseras salidas de tono, ha roto consensos de la intel • ligèntsia norteamericana con respecto a inmigración, feminismo, política internacional, ecologismo y también en la gestión del coronavirus, y ha dado alas a movimientos reaccionarios que se han sentido representados en alguien que decía, por fin, las cosas políticamente incorrectas que pensaban y que nunca oían decir. En el modo de hacer de Trump, y de cualquier populista, hay una dinámica de retroalimentación con sus correligionarios. Pero no es cierto que los populistas creen de la nada las posiciones con las que ganan votos. Estas posiciones triunfan porque ya existen en la sociedad y sus líderes son a la vez portavoces y promotores.

Por si fuera poco, internet es una herramienta poderosa para que grupos sociales con ideas no representadas en los medios, las series, las películas o los parlamentos, creen sus propios espacios de consenso aparte. Este fenómeno se repite una y otra vez en temas como la inmigración, el feminismo o el uso de las mascarillas.

Cuando hay posiciones que no se pueden defender en la arena pública, quien cree en ellas se siente mal representado en el consenso de la sociedad en la que vive, se aísla entre los suyos y es más fácil que abrace posiciones dogmáticas y radicales. Es por ello que la corrección política es tan peligrosa, y más cuando decide que quien no defiende sus postulados tiene que ser aislado y obligado a vivir en el ostracismo. Las ideas pueden sobrevivir aisladas de la sociedad y renacer cuando hay alguien con suficiente fuerza o habilidad para representarlas. Quizá por eso Popper, en su famosa paradoja de la intolerancia -las sociedades tolerantes no pueden tolerar la intolerància- recalca que es importante que la supresión del pensamiento intolerante -que es intolerable- se realizará preferentemente mediante la reflexión y el debate. De otro modo, argumenta, no se deja más salida al intolerante que «los puños y las pistolas».

Este argumento no es relativista. La libertad de expresión no es una validación moral ni ética de todo lo que se expresa, pero se basa en la convicción de que detrás de cada idea hay un miedo o una preocupación que puede ser legítima y a la que la sociedad tiene que dar respuesta. Como decía Brian, todos somos diferentes, y cuando los espacios de debate público no representan bien esta diferencia, generamos bolsas de descontento que pueden amenazar nuestro modelo de convivencia en libertad.

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