Evaluar las políticas públicas

En los últimos meses, antes de que se instaurara la nueva normalidad, hemos visto como la pandemia ha puesto al descubierto todos los problemas estructurales de nuestra sociedad. Hemos visto como los servicios sociales de ayuntamientos, entidades o redes vecinales quedaban casi desbordados, y se hacía patente la nueva pobreza.

El aumento de las colas para buscar comida en los bancos de alimentos o el incremento del sinhogarismo en perfiles que hasta ahora no habían tenido la necesidad de recurrir a entidades de apoyo asistencial son dos imágenes que simbolizan las carencias y las necesidades que hasta ahora la pandemia nos ha dejado como preludio –según todas las entidades que trabajan con colectivos en riesgo de exclusión social– de lo que vendrá en los meses próximos. En ámbitos como la vivienda se empieza a observar el alud de desahucios a causa del levantamiento de la moratoria, las caídas de ingresos y la pérdida de los puestos de trabajo.

Cuando escribo este artículo, la Cruz Roja presenta el informe del impacto de la pandemia en los colectivos más vulnerables. Los datos son aterradores. Entre marzo y septiembre, Cruz Roja ha proporcionado ayuda humanitaria a más de 480.000 personas, 35.000 de las cuales no habían tenido necesidad anteriormente. El 50% de las personas atendidas tenían ingresos estables antes de la pandemia. El número de personas que ha pedido ayuda se ha triplicado, comparado con los mismos meses de 2019, y las personas que la necesitaron por primera vez supusieron un incremento del 120% respecto a entonces.

En este contexto, mientras caen los ingresos, el gasto del erario público está resultando extraordinario para ayudar a cubrir los gastos de los comercios o de los autónomos, entre otros. A la vez, es evidente que en los próximos años se perderán inversiones que antes de la nueva realidad eran prioritarias. Por todo esto, considero más pertinente que nunca preguntarse si las políticas públicas que se tienen que implementar cumplen los objetivos para los que fueron diseñadas y si llegan a los destinatarios previstos. Es decir, hace falta delimitar si las políticas son suficientemente evaluadas, como ejercicio de control riguroso y de transparencia, por la ciudadanía.

Así, en un coloquio reciente de la Fundación Campalans sobre esta cuestión, José Luis Escrivá, ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migración, explicó su experiencia como presidente de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIREF). Sus conclusiones fueron muy claras: hay un déficit de evaluación en todos los niveles de las administraciones públicas. En España, tomando el ejemplo de ciertas subvenciones, se observa que no se hace un análisis riguroso por parte de expertos. En las normativas figura la palabra evaluación, pero normalmente todo queda en puras auditorías de procedimiento que aseguran la legalidad sin que se evalúe, sin embargo, si las ayudas llegan al colectivo destinatario o si se puede mejorar el procedimiento.

Otro déficit radica en las resistencias al cambio de cultura del trabajo en la evaluación en cuerpos tradicionales de la Administración, así como la solicitud de evaluación a consultoras externas sin implicación de la parte decisoria, que generan informes que no reportan propuestas genuinas para transformar los engranajes de la Administración.

Por otro lado, el parecer de los académicos es necesario por su conocimiento científico, tal como patentiza el estudio del ciclo completo de las políticas públicas en ciencia política. Pero resulta insuficiente si no se tienen en cuenta las restricciones que impone la política presupuestaria y su marco jurídico.

Hacen falta, por tanto, equipos multidisciplinarios con la dirección y la implicación de la parte decisoria que ejecuta cada política concreta. Por eso, teniendo presente que después de la crisis puramente sanitaria acusaremos más la económica, hay que basar especialmente las políticas en criterios de eficacia y eficiencia y mejorar las herramientas de evaluación y la sujeción a los principios de transparencia democrática, ante retos como la implementación del Ingreso Mínimo Vital o la Renta Garantizada de Ciudadanía, como políticas para paliar la escasez en tiempos austeros.

Transformar la práctica de las administraciones de acuerdo con estos criterios no es una tarea sencilla, pero hacen falta cambios de cultura del trabajo y pasar de la auditoría procedimental a la evaluación transversal.

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