Hay que prohibir la Biblia

Adulterios, poligamia, incestos, violaciones y masacres masivas pueblan el libro fundador de nuestra civilización con el agravante añadido de que no se trata de un libro de mero entretenimiento, donde los personajes no aspiran a la ejemplaridad, sino del texto sobre el que se fundamenta el comportamiento de todo buen cristiano. Y sin embargo, a pesar de las continuas atrocidades que aparecen en sus páginas, nadie en sus cabales trataría de prohibir la Biblia: sus relatos pertenecen a una época en la que la fuerza bruta y la superstición primaban sobre los derechos individuales y en cualquier caso pocos son (afortunadamente) los que propugnan una lectura de las Escrituras al pie de la letra.

La cadena HBO, tras retirar Lo que el viento se llevó de su catálogo ha anunciado que la película volverá con una secuencia de “contextualización” que explicará las relaciones entre blancos y negros que regían en la Georgia de la década de 1860. Una puesta en contexto siempre es bienvenida pero quizás no sería necesaria si dejáramos de pensar que valores ahora indiscutibles nos vienen dados de nacimiento y tuviéramos claro que son una construcción social fruto de largas y sufridas luchas.

Exigir que la ficción de otras épocas se ajuste a nuestros valores actuales no solamente es absurdo sino que abre un camino tortuoso del que difícilmente saldremos sin imponer una moral biempensante y reductora. Porque si el racismo es evidente en la película de Victor Fleming, lo mismo se puede decir de una parte muy significativa de la ficción occidental, desde Tintin en el Congo hasta El nacimiento de una nación, explícita defensa del Ku Klux Klan del maestro David W. Griffith, sin hablar de Louis-Ferdinand Céline, hito de la literatura francesa del siglo pasado pero también autor de panfletos antisemitas.

¿Tendremos también que retirar las obras de Cervantes por iniciar su Novela de la Gitanilla asegurando que “los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones”? ¿Expulsar de los escenarios a Shakespeare por su caricaturesco retrato del judío Shylock en El mercader de Venecia?

Y nos quedamos aquí con una sola forma de discriminación, pero ¿qué decir de la misoginia de Freud, de la manía de Buñuel contra los ciegos, de la pederastia de Humbert Humbert en el Lolita de Nabokov?

Si la corrección debe regir nuestras ficciones, nos vamos a quedar con poco. Con los Teletubbies, si acaso, siempre que quede claro que los saltitos que da Tinky Winky, el conocido como “teletubby gay”, no sean revisitados como potenciales ataques homófobos.

A esta aberración de lo políticamente correcto se añaden dos fenómenos colaterales que alimentan a su vez esta pasión buenista. El primero es hacer crecer a nuestros hijos en un universo absolutamente inmaculado, donde el mal queda perfectamente identificado y debidamente castigado, cuando van a tener que enfrentarse a un mundo que, junto a sus maravillas, también va acompañado de su inevitable dosis de maldad y perversión. El choque con la realidad puede ser, y de hecho ya está siendo, brutal.

El segundo es pretender que el orden moral actual es el correcto y definitivo. Pero, ¿quién nos dice que, dentro de unas décadas, nuestros descendientes no se horrorizarán cuando descubran, por ejemplo, que comprábamos camisetas a siete euros gracias a la explotación infantil de las grandes industrias textiles en el Tercer Mundo, o que aparcábamos a nuestros ancianos en siniestras residencias? O que, horror de los horrores, todavía comíamos carne.

¿Tendrán que censurar las escenas de las películas actuales donde alegres adolescentes contribuyen a la esclavitud de otros adolescentes, lejanos y anónimos, pasando una tarde consumista en un centro comercial? ¿Nos parecerá abyecta Annie Ernaux por visitar a su madre en una residencia de ancianos sin tratar de liberarla en su novela No he salido de mi noche?

La creación artística debe quedar al margen de las consideraciones morales, en parte porque una de las misiones de la ficción es sacar a relucir aspectos que, por mucho que nos repugnen, forman parte de la naturaleza humana y porque sin una libertad creativa absoluta nuestro desarrollo cultural y humanístico quedará reducido a una triste serie de mandatos reductores e hipócritas.

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