Algunas historias de hermanos

Según he podido conocer, las relaciones entre hermanos pueden llegar a ser tan conflictivas como unas relaciones de pareja donde la denominada llama del afecto ha sido consumida, prácticamente apagada, por una vida rutinaria y empobrecedora. Una buena entente entre hermanos (una fraternidad, como querían los revolucionarios franceses: todos hermanos) constituye una aspiración ideal que pocas veces puede cumplirse.

El deseo de hermanarnos con nuestros semejantes –de cantar todos juntos el Himno a la alegría que Europa hizo suyo– forma parte de nuestro mejor ADN, si no fuera por el hecho, fácilmente constatable, que muy a menudo esta potencial hermandad se rompe y se convierte en algo muy diferente. Entonces se puede hablar, tal como hacía la Iglesia católica en relación con los protestantes, de hermanos separados y, en el peor de los casos, de enemigos.

Son diversas las causas que pueden producir este distanciamiento entre hermanos, que a veces llega a ser definitivo: ya el libro del Génesis narra la historia, entre divertida y triste, de los gemelos Esaú y Jacob, que vieron su hermandad rota cuando Esaú, que había nacido primero y, por lo tanto, era el primogénito y tenía derecho preferente a la herencia de su padre Isaac, vendió, en un momento de debilidad (llegaba de una intensa jornada de cacería y tenía mucha hambre), su primogenitura a Jacob por un suculento plato de lentejas.

La institución del heredero a favor del hijo varón máayor es típica de muchos pueblos, entre ellos el catalán, y aunque ha podido propiciar la conservación de las casas de campo, es evidente que también ha favorecido el distanciamiento, físico y afectivo, entre los primogénitos y sus hermanos, que quedaban relegados en la herencia y se tenían que conformar con una legítima pequeña (en Catalunya la legítima es la cuarta parte de la herencia dividida por el número total de hijos, incluyendo el heredero). Esta legítima, en el mejor de los casos, les permitía establecerse en la ciudad (Barcelona está llena de comercios abiertos por los hijos segundos de las casas de campo). Actualmente, la designación de heredero a favor del primogénito sólo subsiste en algunas comarcas rurales y tiene tendencia a desaparecer, pero los conflictos entre hermanos derivados de las herencias no han desaparecido.

Hace unos años un abogado barcelonés me comentaba, divertido, que cuando veía a unos hermanos muy bien avenidos, les acostumbraba a preguntar si ya habían heredado: la respuesta prácticamente siempre era negativa. No obstante, todos conocemos también hermanos que han hecho las paces antes y después de heredar. No son únicamente las disputas por el reparto equitativo de las herencias las que provocan el distanciamiento entre hermanos; también influyen, y mucho, la envidia, la codicia, los celos, o el sentimiento (que no siempre responde a la realidad) de sentirse preterido o menospreciado por los padres. Estos sentimientos se pueden convertir en verdaderas obsesiones y producir en las relaciones familiares unos efectos tan devastadores como la compra de un plato de lentejas a cambio de los derechos de primogenitura.

Igualmente, la entrada en la familia de terceros (cuñados, suegros, primos valencianos…) puede dar pie a rupturas que, con el tiempo, se vuelven irreversibles, como una enfermedad incurable. En este sentido, recuerdo haber visto una carta dirigida a su madre por un hijo descontento con lo que había recibido en herencia paterna; la carta empezaba así: "Muy señora mía". Este encabezamiento me hizo pensar que aquel hijo estaba rompiendo todo lazo de unión con su madre, a quien trataba como una extraña. ¿Fue así siempre, no hicieron las paces nunca?

La literatura está llena de historias de hermanos mal avenidos, y alguna vez también de hermanos buenos, de aquellos que, en lugar de venderte un plato de lentejas, te lo regalan sin pedir nada a cambio. Dostoievski, en su última novela, Los hermanos Karamàzov, traza la historia de tres hermanos aparentemente irreconciliables –el mano agujereada Dimitri, el intelectual Iván y el religioso Alioixa–, los cuales, no obstante, una vez muerto su padre, se vuelven a entender –a unirse– gracias a los buenos oficios de Alioixa, hombre de buena fe, seguidor de Cristo.

Me gustaría equivocarme, pero me parece que en la mayoría de nuestras familias ya hace tiempos que falta un Alioixa.

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