Reduciendo espacios a la sociedad civil

Vivimos tiempos de miedo, división y demonización del otro impulsados por personas, grupos políticos, medios de comunicación y, lo que es peor, gobernantes de todo el mundo. En todas partes emergen Trumps, Salvinis, Dutertes, Bolsonaros, Orbans y similares que recurren a discursos tóxicos del "nosotros contra ellos" para culpar colectivamente de problemas sociales y políticos a grupos enteros de personas, a menudo minoritarios.

Esto tiene una consecuencia clara. Las personas y grupos que se atreven a defender los derechos humanos en este contexto son objeto de ataques cada vez más a menudo y en más lugares, en una escalada alarmante en los últimos años. Acoso, intimidación, campañas de desprestigio y criminalización, detenciones ilegítimas, desapariciones forzadas e incluso asesinatos, forman parte del día a día.

El año pasado fueron asesinados al menos 312 defensores y defensoras de los derechos humanos en el mundo. En 2016, 281; en 2015, la mitad. Esta tendencia creciente, preocupante, no cae del cielo: es el resultado de una agresión global que proviene de gobiernos, grupos armados o empresas transnacionales.

Los defensores no son héroes, pero sí personas valientes. Son gente común, de todas las profesiones y condiciones sociales: estudiantes, líderes comunitarios, periodistas, abogados, sindicalistas, campesinos, activistas medioambientales… Es esta gente la que se planta ante los abusos de poder y paga a menudo un precio muy alto, demasiado alto.

La naturaleza de la amenaza es grave porque en la actualidad se está derribando todo el ecosistema global de la protesta. Al limitar este derecho fundamental y someter a grupos y personas a vigilancia, estigmatizarlas y atacarlas, muchos gobiernos del mundo están cortando el suministro de oxígeno a quienes defiende los derechos humanos. Les ahogan.

Han pasado dos décadas desde que la comunidad internacional, vía ONU, aprobó una declaración para proteger a los defensores y reconocer su papel clave como agentes de cambio, decisivo para avanzar globalmente: sin estas personas y grupos, no hay derechos. Con la declaración, los gobiernos se comprometían a apoyarlos y crear un entorno que les permitiera trabajar sin obstáculos ni miedo a represalias. No es así: hoy en día, veinte años después, se incumplen abiertamente tanto el espíritu como la letra de la declaración.

Muchos de los países, sin disimular, adoptan leyes y políticas que entorpecen el trabajo de quien defiende derechos humanos. Desde leyes que autorizan la fuerza contra manifestantes pacíficos o permiten la vigilancia masiva de las comunicaciones, hasta las que prohíben la financiación que llega del extranjero. Lo estamos viendo en países tan diferentes como Rusia, India o Hungría. Y asistimos a discursos de quienes llegan al poder, como Bolsonaro, que ya ha dicho que el activismo social "molesta".

Es justamente eso, un discurso de manual: "Agentes extranjeros", "terroristas", "traidores", "enemigos del pueblo", son algunos de los calificativos que tienen que oír. Se presenta a los defensores como una amenaza para la seguridad, el crecimiento económico o los valores tradicionales. Y es así como el espacio para defender derechos se adelgaza cada vez más: menos acceso a información, redes e instrumentos que necesitan para alcanzar el cambio social, al tiempo que ven debilitada la protección ante los ataques. Es la tormenta perfecta que se cierra con el imperio, casi absoluto, de la impunidad: los perpetradores de ataques a defensores de derechos humanos muy pocas veces responden ante la justicia y la voluntad política para protegerlos es más bien escasa, casi inexistente.

Este año se cumplen 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Y debemos ser conscientes de que los treinta artículos que contiene (y el posterior desarrollo del derecho internacional de derechos humanos a través de tratados y pactos internacionales) no se defienden solos. Que hay que hacerlo cada día, a pesar del actual contexto amenazador.

A pesar de la ofensiva global contra los derechos humanos, no debemos resignarnos a aceptar el triunfo de discursos y políticas tóxicas de dirigentes siniestros como Trump, Salvini o Bolsonaro. Ahora más que nunca se necesitan personas valientes que se alcen contra esta espiral de odio. Todos y cada uno de nosotros, desde nuestro ámbito, público o privado, tenemos la capacidad de cuestionar el «nosotros contra ellos». Nos jugamos el futuro.

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