Nacionalismo en común

Los nuevos nacionalismos, como los viejos, tienen mucho en común. Por ejemplo, la bondad de lo propio respecto a la maldad de lo ajeno. Aunque, en el fondo, lo propio y lo ajeno acaben pareciéndose como dos gotas de agua.

Compartían los viejos nacionalismos, gestados al calor del romanticismo, la idea de patria y el afecto desbordante por ella, hasta el punto de entregarle su vida si hiciera falta. Todos ellos también tenían en común un mito fundacional, a cuál más disparatado. Cuanto más antiguo y estrafalario, más valioso. Y otro tanto ocurría con las banderas, cuyos colores se correspondían con lo más granado de las hazañas privativas de cada cual. Las esencias identitarias, tan à la mode gracias a aportaciones como las del actual presidente de la Generalitat, Quim Torra, han sido desde siempre otro de los ingredientes imprescindibles del nacionalismo. El espíritu de campanario, tradicionalista, localista y cerrado, también es patrimonio común de los viejos nacionalismos. Y así sucesivamente.

Consecuentes con el paroxismo de la sociedad de consumo, los nacionalismos de ahora resultan más sensibles al bolsillo, algo que los antiguos aparentaban ignorar. El “nos roban” no puede faltar en un neo-nacionalismo que se precie. A los yanquis, según Trump, les roban todos. A los alemanes, los turcos y ahora los sirios e incluso algunos procedentes del Este. A los franceses, los argelinos marroquíes, etc. A los ingleses ni se sabe. A los italianos, los “terroneros” del otro lado del Mediterráneo y los que esto proclaman -como Matteo Salvini, al que Oliviero Toscani califica de “pequeño Trump de provincias”- decían hasta ayer (cuando todavía eran Lega Nord), que era Roma la que robaba. A los nacionalistas catalanes, España les roba.

Los que roban, ya se sabe, dan miedo. Y el miedo vende mucho. La crónica negra, replicada ad infinitum por los medios de comunicación, se instala fácilmente en las cabezas catódicas del personal. Así, “ellos-los malos-piojosos y atrasados-los que nos roban… (los españoles, en el caso del nacionalismo catalán contemporáneo), acaba por ejemplo en la teoría de la substitución étnica, a la que se refiere, en el semanario EL TRIANGLE, la periodista italiana Tizina Barillà. Una locura que nada tiene que envidiar al más delirante milenarismo y que proclama que “unos poderes fácticos muy fuertes quieren ocupar nuestro territorio y nuestra cultura y destruirlos” ¿Qué territorio y qué cultura? Todos. Allí donde se instale la teoría.

 

“Stop invasione” es el eslógan del neo-nacionalismo italiano (allí auto-denominado “soberanismo”, incluso popular) que, lógicamente, se desprende de la temida invasión étnica. Aquí en Cataluña, sin ir más lejos, también sabemos algo de esto. Con la particularidad de que los “invasores” no son de ahora ni proceden de exóticos lugares, sino que han vivido en buena vecindad con los catalanes y, además, resulta que son también catalanes. Difícil dilema para los gabinetes negros del “procés, éste de separar al “otro” de uno, cuando el otro es también yo ¿Solución?: inventarse las cosas, como el profesor Nimbus. Es decir, construir artefactos propagandísticos sin pies ni cabeza y cuanto más descabellados mejor, porque el secreto de la venta está en el envoltorio y no en la realidad de las cosas.

Paradójicamente, todas estas coincidencias entre nacionalismos viejos y nuevos y de distintas especies no conducen al entendimiento, la comprensión o hasta el enamoramiento mútuo, como pudiera parecer, sino todo lo contrario. Porque el nacionalismo es genéticamente cainita. Aunque sea nacionalismo en común.

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