Hasta nunca

Se ha ido Artur Mas y el mundo sigue girando. El heredero de Jordi Pujol nos tenía que llevar a Ítaca y seguimos atrapados en el día de la marmota con el autogobierno intervenido, la Generalitat rodeada de vallas y el independentismo tirándose los platos a la cabeza desde la distancia que separa Bruselas de la prisión madrileña de Estremera. El mesías con tupé se ha ido dejando detrás un país dividido y a la deriva, y un partido que hace aguas. Él, máximo exponente del business friendly convergente a pesar de haber vivido casi siempre de la cosa pública, no ha conseguido ni convencer a los catalanes para que le pagasen la fianza impuesta por el juez por haber maquinado la consulta del 9-N. El rey Arturo se ha quedado sin Excálibur y ya no sirve ni para hacer de doble de Lord Farquaad, el malo de Shrek.

Del gobierno de los mejores que ha recortado la sanidad, la educación y los servicios sociales ya no queda casi nada. Tampoco del núcleo duro convergente que nos ha conducido al precipicio: o están desterrados de la política o están imputados en causas judiciales. Prepotente, ambicioso y calculador, Mas ha tenido una carrera política meteórica gracias a la amistad con Júnior, que le abrió las puertas para ser bendecido por Marta Ferrusola como el delfín del pujolismo. Durante años ha vendido una biografía de rey Midas falsa. En realidad suman más sus fracasos que sus éxitos. Llevó a la ruina a la empresa de los Prenafeta y tampoco tuvo éxito como adversario de Pasqual Maragall en Barcelona. Suerte que Pujol lo rescató para colocarlo en su gobierno, donde fue encadenando cargos hasta ir a parar a la papelera de la historia por gentileza de los cuperos.

En el actual escenario de descontrol político que arrastramos desde el otoño y con la sentencia del caso Palau acabada de salir del horno, el adiós de Artur Mas se ha hecho a toda prisa para no perjudicar todavía más al pujolismo tuneado que dice no saber nada de la CDC de las comisiones ilegales y que se aferra a un Puigdemont intoxicado por la ingesta continuada de mejillones como a un clavo ardiendo. Estos días se ha escrito mucho sobre Mas y casi todo el mundo coincide en que es un hombre de pocos amigos y esto me lleva a pensar que no debe ser muy buena persona. Entre sus propias filas alguno le ha recriminado no haber tenido los huevos de limpiar el partido de corrupción. Yo creo que si no lo hizo es porque ya le iba bien.

Uno de los que más lo ha defendido es Xavier Trias, experto en la técnica de nadar y guardar la ropa. Preguntado por el adiós repentino de Mas, el incombustible dirigente convergente asegura que su compañero de partido se va para dejar el camino libre a las nuevas generaciones porque su «fuerza moral» se estaba convirtiendo en un tapón. Sea un tapón o una losa, el hecho es que Trias haría bien en dar también un paso al lado porque la cuenta de su familia en Suiza no ayuda mucho a borrar la sombra de corrupción que planea desde hace años sobre Convergencia. La excusa para seguir cortando el bacalao en Barcelona es que con Joaquim Forn en la cárcel no pueda irse. Error lamentable, primero porque Forn acabará inhabilitado y, segundo, porque parece que en el grupo municipal Demócrata no haya nadie con suficiente carisma para plantar cara a la hAda Colau.

Antes de desaparecer del todo, Artur Mas todavía ha tenido tiempo para hacerse la víctima y criticar la «dureza» de la sentencia del caso Palau, que condena a su partido a devolver los 6,6 millones de euros cobrados gracias a la trama del 3%. El veredicto ha desvelado también que el objetivo real de la refundación de la antigua CDC en PDECat no era ni el soberanismo, ni la independencia, ni la república. El cambio de nombre se hizo para no tener que pagar los platos rotos del caciquismo pujolista, pero no nos engañan: son los mismos perros con diferentes collares.

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