La perversión del lenguaje… y de la realidad

Las palabras no son ajenas a los hechos y viceversa. Cuando se acuñan y manejan términos que velan, tergiversan o corrompen su significado original no hacen sino reflejar lo que en realidad está sucediendo. Es decir, los deslizamientos semánticos corren parejos con los desajustes políticos. Y eso es lo que está ocurriendo en Cataluña.

Reconocía recientemente el profesor de filosofía de la UPV Antxon Mendizábal en el diario Gara que «asistimos en los últimos tiempos (…) a una nube de nuevos conceptos, y sobre todo de nuevos contenidos en los conceptos conocidos, que obligan a la realización de un debate en profundidad y a una aproximación analítica al objeto de recuperarlos para el proceso de emancipación». O sea, que los «nuevos conceptos y contenidos» vienen, como los niños, de París, caídos del cielo y que no son obra del propio «proceso de emancipación».

Rematando la pirueta, al más puro estilo clerisy (quienes viven de crear, preservar y diseminar la cultura nacional), Mendizábal afirma que «en este sentido, debemos considerar la nueva concepción liberal posmoderna sobre la solución democrática a la cuestión nacional que ha llevado a la progresiva sustitución del histórico Derecho de Autodeterminación por el Derecho a Decidir». Ya se sabe, como el derecho a la autodeterminación tiene cierto tufo leninista y se ha asociado al anticolonialismo, había que inventarse un eufemismo «liberal posmoderno», acorde con los nacionalismos catalán y vasco en boga.

Así, en seco, desprovisto de su connotación nacionalista, el derecho a decidir podría reivindicar, como sostiene Mendizábal, el empoderamiento de la población en la resolución de sus asuntos. Es a lo que se refería la alcaldesa de Barcelona Ada Colau cuando, en campaña electoral, le preguntaban sobre el «derecho a decidir»: «Estamos por el derecho a decidir todo», afirmaba con radicalidad democrática. No fue ese el caso del ex-lehendakari Juan José Ibarretxe que fue quien, con entusiasmo propagandista, puso de moda el concepto, estrictamente asociado al nacionalismo.

En cualquier caso, admitiendo tal derecho -que para algunos no existe ni en la práctica internacional, ni en el derecho internacional, ni en el lenguaje político comparado- el «derecho a decidir» es algo que requiere concreción. De hecho, cada cita electoral es una manifestación del «derecho a decidir», aunque también cabe la posibilidad de que, como se hizo en Escocia, se celebre una votación específica, un referéndum de autodeterminación. En tal caso, todos los ciudadanos están llamados a pronunciarse en torno a unas preguntas que, en buena lid, tienen que ser pactadas por todas las partes implicadas que, como es natural, no son homogéneas sino todo lo contrario.

El derecho de autodeterminación no se realiza exclusivamente con la fórmula de la independencia, sino que tal como aseguró la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos puede articularse en «independencia, autogobierno, gobierno local, federalismo, confederalismo, unitarismo o cualquier otra forma de relación conforme a las aspiraciones de los ciudadanos».

Más allá de la idoneidad de un referéndum -cuestionado por el prestigioso historiador escocés Tom Devine «porque los humanos no somos binarios»-, la corrupción semántica surge cuando «el derecho a decidir» se travestiza en «independentismo», cuando el concepto se utiliza como arma arrojadiza de los independentistas contra los que no lo son, cuando el «derecho a decidir» se convierte en sinónimo de «independencia». «Cosa que- en palabras del profesor Martín Ortega Carcelán- naturalmente, ocurre porque los parámetros de la decisión se han establecido unilateralmente por quien ha diseñado ese derecho».

Esta fue la trampa semántica (y política) en que cayó Catalunya Sí que es Pot en las pasadas elecciones del 27 de septiembre al Parlamento de Cataluña. Tratando de situarse a medio camino entre los independentistas explícitos y las candidaturas denominadas «unionistas», la plataforma encabezada por Lluís Rabell se declaró partidaria del «derecho a decidir», lo cual fue interpretado, no sin razón, por Inés Arrimadas, de Ciudatans (y muchos votantes) como simple independentismo. Porque las palabras -como decía Humpty Dumpty, en Alicia a través del espejo-, significan justo lo que el que las acuña y utiliza quiere.

Y así sucesivamente. Tras el «derecho a decidir» (la secesión de Cataluña), «la hoja de ruta» (plan que establece la secuencia para alcanzar un objetivo), como si una caravana se tratara; «proceso constituyente» (¿dónde? ¿para qué?); «Estado» y «soberanismo» como meta final, más que un derecho, el poder. Teórico, claro, porque en su definición, hace más de cuatro siglos, Jean Bodin ya decía «no se hallará en el mundo príncipe soberano, puesto que todos los príncipes de la Tierra están sujetos a las leyes de Dios y de la naturaleza y a ciertas leyes humanas comunes a todos los pueblos». Palabras que en el mundo globalizado de hoy, de soberanías limitadas, adquieren pleno sentido.

Toda esta secuencia, sincopada, reduccionista, como los eslóganes que la acompañan («Votar es normal»; «Independencia es cohesión social», «Cataluña, nuevo Estado de Europa»…) conforman un código más de señales que de significados. Latiguillos pegadizos que se metamorfosean hasta expresar lo contrario de lo que aparentan. Sin embargo, como Catón parece insinuar, alguna forma de vida cívica es posible aún, ante la ausencia de una clara relación entre el lenguaje y la verdad; que la integridad civil puede recuperarse aunque la integridad de los términos morales haya desaparecido y se desprecie el valor de las palabras.

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