La emigración, cabeza de turco

Según la Oficina del Censo de los Estados Unidos de América, 11,1 millones de personas viven sin papeles en el país. Todos ellos son legalmente indeseables y, en consecuencia, objeto de persecución y expulsión porque así lo ha decretado el gobierno de Donald Trump. Las redadas ya han comenzado.

A finales de 2015, 26,3 millones de personas migrantes, la mitad de ellas procedentes de América Central o del Sur, trabajaban en EE.UU.. Representaban el 16,7% de la población empleada, según datos de la Secretaría de Trabajo. Diez años antes eran un 15%. Es decir, EE.UU. es el país de la emigración por antonomasia. No solo desde la perspectiva histórica (todos los norteamericanos, con la excepción de las comunidades indias primigenias, son por definición emigrantes o descendientes de emigrantes) sino desde la realidad actual. El American Dream parece seguir gozando de buena salud, a juzgar por la gran cantidad de personas que siguen emigrando a los Estados Unidos, con la esperanza de abrirse camino en la vida, mal que le pese a Donald Trump y a los de su cuerda.

Desde siempre, en torno a la mitad de los emigrados han residido y trabajado en los EE.UU. sin papeles. Bastantes de entre ellos a lo largo de toda su vida. Era algo con lo que contaba el sistema y formaba parte de él. Según la Seguridad Social, de los más de 11 millones de sin papeles actuales, 3,1 millones pagan sus impuestos (un promedio de 10.334 dólares al año por hogar). Muchos de ellos no están en edad de trabajar, trabajan en negro o no trabajan. Sin embargo, los inmigrantes ganan menos. El ingreso mensual medio de un trabajador emigrante era en 2015 de 682 dólares frente a los 837 de las personas nacidas en EE.UU.. La tasa de desempleo (4,9%) es más baja entre los inmigrantes que entre los nacidos en el país (5,4%). Cada vez son menos los hispanos que llegan sin documentos a Estados Unidos y, por primera vez en un siglo, los inmigrantes de origen asiático superan a los provenientes de América Latina.

En el 2015 los inmigrantes trabajaban sobre todo en transporte, construcción y hostelería. En el sector agrícola de los Estados Unidos trabajan cerca de 1,5 millones de braceros indocumentados, lo que sitúa al campo a la cabeza del sector productivo con mayor número de sin papeles. El secretario de la Unión de Campesinos, Sergio Guzmán, cifra en un 80% el número de indocumentados que trabajan en el campo -«si no fuera por ellos las familias ricas no tendrían frutas ni vegetales en sus mesas»- y están más explotados que sus compañeros con permisos en regla, porque tienen miedo a perder su trabajo si ejercen sus derechos.

La inmigración siempre tiene que ver con el empleo. El mayor flujo de latinos llegó a Estados Unidos entre 1990 y mediados del 2000, cuando la economía gozaba de buena salud. Desde 2007, la recesión trajo aparejada una caída de la oferta de empleo y aumentaron los retornos de indocumentados a sus países de origen, hasta el punto de que durante 2012 se registró una migración neta cero entre México y EE.UU.. Es evidente que la inmigración (que compensa la caída de productividad de una población que envejece) será decisiva a la hora de dar forma a la fuerza de trabajo estadounidense antes del año 2030.

Llegados a este punto, cabe preguntarse sobre el sentido y la finalidad del decreto anti-emigración de Donald Trump. ¿Pretende acaso suprimir de un plumazo el colectivo de sin papeles de EE.UU., del cual dependen sectores enteros de la economía (como los cultivos de invernadero, por ejemplo)? ¿O se trata, solamente de ejemplarizar, haciendo ver que se hace pero sin hacer mucho, como diría José Mota? O sea, que la finalidad de la política contra los emigrantes es, sencillamente, crear una cabeza de turco (como hizo Hitler con los judíos, gitanos, etc.) para consumo popular, tras, claro, demonizar ejemplarmente la emigración como fuente de todos los males.

Así, mientras el personal se entretiene con las noches de los cristales rotos, los chicos de Goldman Sachs y sus colegas millonarios del gobierno de Trump se forran en la sombra. ¿Quizá la xenofobia, el racismo y similares se han instituido en razón de ser de la política americana, más allá de los intereses económicos? Aunque también podría ocurrir que el Gobierno de los EE.UU., con su presidente al frente, adolece de idiocia o enajenación temporal, e incluso que, en un ramalazo fuera de control, pretende cargarse el sistema que tan buenos frutos ha venido dando al neoliberalismo, hasta ahora dominante. Veremos. Mientras tanto, muchísimas personas empezarán a dudar de la democracia (americana) que, según Winston Churchill, «es el sistema político en el cual, cuando alguien llama a la puerta de calle a la seis de la mañana, se sabe que es el lechero».

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