¡Salvemos la Generalitat!

Venimos de lejos y vamos más lejos todavía. Los catalanes podemos estar muy orgullosos de haber preservado nuestras instituciones de autogobierno a lo largo de los siglos. La Generalitat (la antigua Diputación del General) fue creada por las Cortes de la Corona de Aragón en su reunión del año 1289, celebrada en Monzón. Su función era, cuando fue fundada, eminentemente recaudatoria. Nada que ver con la Generalitat actual, que se dedica, básicamente, a pagar y a gastar.

Abolida después de la Guerra de Sucesión, en el siglo XVIII, la Generalitat fue restablecida en 1931, con la proclamación de la II República española. El dictador Francisco Franco la volvió a suprimir en 1939 y volvió a ser restaurada en 1977, con el regreso triunfal del presidente en el exilio, Josep Tarradellas. Yo tenía 19 años y estaba allí aquella tarde en Barcelona, como miles de catalanes, emocionado, contento y lleno de ilusión por la nueva página de la historia que se abría ante mis ojos.

Frente al desastre de la administración central y centralista, sucia y brutal que nos había legado el franquismo, yo me imaginaba que la Generalitat que, desde aquel glorioso momento 0, teníamos que construir entre todos sería ejemplar, transparente, ágil y moderna. Teníamos, y esto era tangible, la oportunidad única y soñada de levantar «un país nuevo» con nuestra inteligencia colectiva y con nuestra contrastada capacidad de organizarnos.

Me ahorraré detalles, pero 39 años después, aquella Generalitat de todos, imaginada y factible, ha acabado siendo un espejo roto. Este es el enorme fracaso de las generaciones de catalanes que sufrimos el franquismo y que tuvimos en las manos la inconmensurable fortuna de poder construir una administración nueva y mejor. Josep Tarradellas, hombre sabio y ponderado, nos devolvió la institución de autogobierno y nos dejó la arquitectura jurídica –el Estatuto de Sau de 1979, reformado posteriormente en 2006- que, con su despliegue, tenía que permitir la «plenitud» de Cataluña.

No es cuestión de personalizar las culpas en nadie. Ni en el largo mandato del presidente Jordi Pujol (1980-2003), ni en el corto mandato del presidente Pasqual Maragall (2003-2006), ni en el cuadrienio exacto del presidente José Montilla (2006-2010), ni en los cinco años tormentosos del presidente Artur Mas (2010-2015). Toda la clase política y toda la clase dirigente que ha tenido responsabilidades de gobierno en la Generalitat en los últimos 35 años merece, en la parte que le corresponde, una contundente reprobación.

Lo diré crudamente: no tendremos la independencia (Bruselas y Washington –excepto si hay un descalabro atómico, en sentido figurado o literal- nunca lo permitirán) y llegados al año 2016, la Generalitat, mi querida Generalitat, está arruinada, desprestigiada y en quiebra. Con una deuda de 72.000 millones de euros; con el patrimonio inmobiliario dilapidado por el «genio» de Harvard, el ex-consejero Andreu Mas-Colell; con la solvencia crediticia hundida al nivel de Honduras y con el asfixiante «corsé» de la limitación del déficit que impone, vía Madrid, la Comisión Europea, la situación del gobierno de Cataluña es, sin tapujos, dramática e insostenible, por muy buena cara que ponga el vicepresidente Oriol Junqueras.

De la Generalitat dependen servicios esenciales como los hospitales, los CAP, las farmacias, las ambulancias, las escuelas, la formación profesional, las universidades, los bomberos, los agentes rurales, las residencias para la gente mayor, los juzgados, las prisiones, los grandes ejes viarios, el transporte ferroviario… (Los Mossos d’Esquadra van a cargo del ministerio del Interior). Además, el absurdo y perverso sistema de clientelismo político made in Catalonia acapara, cada año, una escalofriante montaña de millones. Todo esto está en peligro por la colosal irresponsabilidad presupuestaria de los cuatro presidentes que sucedieron a Josep Tarradellas en el cargo y por la congénita terquedad política de las mayorías gubernamentales que han dominado el Parlamento de estirar más el brazo que la manga.

No quiero ser pájaro de mal agüero, pero el ejercicio de realismo que tendrá que hacer el presidente Carles Puigdemont a la hora de abordar la inaplazable elaboración de los nuevos Presupuestos de la Generalitat hará que los duros recortes que hemos conocido hasta ahora sean un «juego de niños» en comparación con el tétrico horizonte inmediato que tenemos delante. Lo siento, pero Cataluña no es el ombligo del mundo: es una más de las 272 regiones que conforman la UE-28 y justo es decir que, en comparación con la gran mayoría, disfrutamos de un nivel de autogobierno, objetivamente, envidiable.

Otra cosa es que nuestros responsables políticos –obsesionados en esconder la cabeza bajo el ala y en culpabilizar de todos los males a «Madrid»- hayan realizado una gestión desastrosa (y muy a menudo, corrupta) de las finanzas públicas de la Generalitat hasta provocar su derrumbe y su colapso actual. Para más «inri», tienen la jeta de adjudicarse unos salarios exorbitantes que son piedra de escándalo público. Nos hemos cargado nuestra institución de autogobierno y antes de despeñarnos por el precipicio es hora que, ahora sí, los mejores economistas que tenemos y los mejores negociadores, tocando de pies al suelo, den el paso de salvar la Generalitat de su imparable e inminente autodestrucción.

Ya hemos perdido nueve cajas de ahorros y la compañía aérea Spanair; las mutuas y las principales cooperativas han sido privatizadas o hundidas; ya hemos saqueado el Palau de la Música y vendido el agua que bebemos; ya sabemos que los Pujol guardaban la fortuna en paraísos fiscales y que mosén Ballarín ha muerto. ¡Salvemos la Generalitat!

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