La revolución en coche oficial

El consejero de Cultura, Ferran Mascarell, ha roto la «barrera del sonido» cuando, sin cortarse ni un pelo, declara en Catalunya Ràdio que con el «proceso» soberanista «estamos haciendo una verdadera revolución de las clases medias y populares». Supongo que, hasta los estudios de Catalunya Ràdio, en la avenida Diagonal, el consejero fue en el coche oficial con chófer que tiene asignado en función del cargo que ocupa.



Ferran Mascarell conoce a fondo, porque lo ha leído y lo ha estudiado, qué es y qué significa una revolución. No en balde, él fue un activo militante de Bandera Roja, antes de hacer la «transición» al PSC y, desde hace cinco años, pasarse a las filas de Convergència (eso sí, sin carné), donde se encuentra en su salsa. ¿Cuándo se ha hecho una «revolución» desde el Gobierno y en coche oficial? (Bien, hay un precedente: la Revolución Cultural impulsada por Mao Tse-Tung. Pero me parece que cualquier comparación entre la China maoísta y la Catalunya de Artur Mas es estéril y absurda).



Las revoluciones siempre tienen un motor y un sentido social y estallan para cambiar las insoportables injusticias económicas que sufre la inmensa mayoría de la población de un país. Las «clases populares» de las cuales habla el consejero Ferran Mascarell son la «clase obrera» de siempre. Y en Catalunya, esta «clase obrera» está formada por trabajadores que, mayoritariamente, han venido de fuera y que se expresan en español o en lenguas de todo el mundo.



Las prioridades de la clase obrera catalana -como la francesa, la rusa o la chilena- son claras: tener trabajo, un salario correcto, alimentarse bien, derecho a la vivienda, cobertura sanitaria gratuita, educación pública de calidad, seguros y subsidios en caso de quedar en el paro o caer enfermo, ayudas para la dependencia y una pensión de jubilación que permita vivir dignamente los últimos años de vida. Cuando el gobierno de turno no es capaz de garantizar estos derechos fundamentales, inherentes a la condición humana, es cuando salta la chispa revolucionaria.



Como bien sabe el consejero Ferran Mascarell, las «clases populares» de Catalunya viven en Nou Barris, en Sant Martí, en L’Hospitalet, en Badalona, en Santa Coloma de Gramenet, a Sant Boi, en Cornellà, en Gavà, en Ciutat Badia, en Sant Adrià del Besòs… Y en estos barrios y ciudades, el «proceso soberanista» provoca, directamente, indiferencia o rechazo. La clase obrera intuye y deduce que la pretendida «revolución» independentista es, en el fondo, una gigantesca operación de marketing, montada desde la Generalitat con dinero público, con el objetivo final de sacar las castañas del fuego a la imputadíssima familia Pujol y hacer que continúen mandando los de siempre, incluyendo el consejero Ferran Mascarell.


Por eso la clase obrera catalana no se apunta al «proceso» soberanista. Si en los últimos tiempos se ha producido un hecho revolucionario en Catalunya es la victoria de Ada Colau, el exponente de la lucha contra los desahucios, en las elecciones municipales en Barcelona. ¡Eso sí que es un revolcón al «statu quo» imperante!



Como bien sabe el consejero Ferran Mascarell, hay revoluciones de carácter progresista y otras que, rascando bajo las apariencias, son profundamente reaccionarias. La historia nos enseña que los llamados «movimientos transversales» esconden, en realidad, los intereses de las élites económicas dominantes que no dudan en manipular los sentimientos nacionales cuando se sienten amenazadas por su verdadero enemigo: la clase obrera.



En este sentido, la supuesta «revolución» independentista catalana tiene unos fundamentos fuertemente egoistas y conservadores, a pesar de que la retórica soberanista nos quiera hacer creer todo lo contrario. Se trata de confrontar a los supuestos «catalanes de pata negra» con los supuestos «catalanes impuros» y, por extensión, con los «españoles», más allá de las ideologías o de la condición económica de cada cual. Las revoluciones que se basan en la exaltación de las emociones patrióticas y no en la distribución empírica de la riqueza ya las conocemos y hay que decir que son de infausto recuerdo.

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