Al contrario de Donald Trump, que vocifera y lamenta los crímenes cuya víctima es de derechas y silencia y descuida a los que matan a los demás, a mí el asesinato del activista pro-Trump, Charlie Kirk, me parece una mala noticia, se mire del punto de vista en que se mire. Si no te gusta el sol, no te gusta en la playa, pero tampoco en la montaña. No me gusta que las legítimas y, dentro de un orden, necesarias disparidades de opinión se diriman, como en el Far West, a tiros. Lo encuentro una mala noticia, reprobable, sea del color que sea quien empuña el arma, o quien recibe el plomo.
Trump, abatido por la desgracia, acostumbra a olvidar el asesinato en junio de la congresista demócrata de Minnesota, Melissa Hortman, y su marido; la agresión con un martillo a Paul Pelosi, el esposo de la expresidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi; el complot para asesinar a la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer, o el incendio provocado en mayo en la casa del gobernador demócrata de Pensilvania, Josh Shapiro. Como no son los suyos, pues no pasa nada, minucias. Eso sí, que no le toquen los suyos, que por ellos removerá cielo y tierra.
Por la muerte de Kirk, Trump ya ha señalado y condenado al culpable —más allá de quien presuntamente disparó, el tal Tyler Robinson—: la extrema izquierda. Según el presidente: «Los radicales de derechas solo quieren erradicar el crimen; el extremo izquierdo es el problema». Pues lo que decíamos, que el sol se pone por donde quiere Trump. Y ya ha avanzado que los piensa perseguir, a los radicales de izquierdas, claro. De momento, ya ha hecho despedir a Jimmy Kimmel, un destacado comediante y presentador norteamericano crítico con Trump.
Pero la política no puede reducirse a un juego de espejos deformantes, donde solo importa quién de qué parroquia era la víctima. Esta contabilidad sectaria del dolor no solo es inmoral, sino que erosiona la misma idea de comunidad política. Si las víctimas solo «valen» cuando sirven para apuntalar un relato, entonces hemos dejado de entender que el fundamento de la democracia es que la vida humana tiene un valor innegociable, independientemente del color de la papeleta o del canal de televisión que consumes.
El discurso trumpista, que enaltece el miedo y hace del enfrentamiento tribal una herramienta de movilización, no solo es tóxico para los adversarios políticos. Lo es, sobre todo, para sus propios seguidores, a los que alimenta con la idea de que todo es una guerra permanente, que no hay matices ni zonas grises, que el mundo se divide entre buenos y malos. Es el mismo esquema que se ha visto en otros lugares y momentos de la historia, y siempre con consecuencias funestas.
La paradoja es que Trump denuncia lo que él mismo promueve: el ambiente de violencia latente, de sospecha constante, de odio enquistado. Cuando criminaliza colectivamente a la izquierda, cuando anima a «tomar las armas» en sentido figurado (o no tanto), cuando sugiere que los jueces que lo investigan son enemigos del pueblo, está poniendo las bases para que la política se convierta en una sucesión de actos de venganza. Y eso ya no es democracia, es selva.
Quizás ha llegado la hora de que alguien le recuerde —y nos recuerde— que la política no es solo defender a los nuestros, sino, sobre todo, establecer reglas comunes que protejan a todos, incluso a quien nos repugna o a quien nunca votaría como nosotros. Esta es la diferencia entre un sistema democrático y una guerra civil fría: que en la primera hay normas y límites; en la segunda, solo hay bandos.










